miércoles, 18 de febrero de 2009

Oxígeno!

Hablar de vida es hablar de oxígeno. Salvo en lugares tan extraños y, a la vez, tan comunes como nuestro intestino, las barricas de fermentación del vino o los géisers de Yellowstone, allí donde habita apaciblemente el oso Yogui, los organismos terrestres necesitan oxígeno para vivir. En principio, buscar las huellas de la vida es seguirle la pista al oxígeno. Una búsqueda que comienza mirando más en detalle nuestros puentes y acerías.

El hierro de nuestros edificios y barcos proviene de una época muy remota, entre hace 3.500 y 2.500 millones de años. Entonces el oxígeno producido por ciertas bacterias no acababa en la atmósfera, sino en los océanos. Allí reaccionaba con las grandes cantidades de hierro existentes formando enormes acúmulos de óxido de hierro en el fondo marino. Es de estos lugares donde obtenemos el hierro que necesitamos para edificar y mantener nuestra civilización.

Para descubrir las formaciones de hierro más antiguas debemos viajar hasta Isua, en Groenlandia. En esa helada región encontramos la evidencia más antigua de la existencia de oxígeno libre sobre la Tierra. Y no sólo eso. Tras analizar químicamente las rocas de Isua se ha descubierto una cantidad de carbono anormal. El carbono es el elemento químico que sirve de armazón para construir los seres vivos y para muchos el nivel de carbono en las rocas de Isua son prueba de que existía vida, a la vez que oxígeno, hace 3.800 millones de años .

Pero, ¿y antes? La única roca conocida más antigua que las de Isua es el Gneiss de Acasta, en el Ártico canadiense. Su edad es de 4.000 millones de años y en ella no se ha encontrado vida. Y no porque no la hubiera, sino porque la roca ha sido calentada y comprimida hasta tal punto que cualquier traza de vida que pudiera contener ha sido eliminada.

A lo largo de su vida, la Tierra se ha ocupado de borrar cuidadosamente las huellas que pudiera haber dejado la vida primitiva. La búsqueda de las huellas de la vida más antiguas debe hacerse, no sólo en las rocas más antiguas, sino en aquellas que, además, han permanecido prácticamente inalterables durante miles de millones de años.

    Ingles y otros

    Anime

    Manga

    Wallpapers Sistemas Operativos

    Wallpapers Computacion

    Wallpapers Caricaturas

    San   Andres Huayapam

    Puerto   Escondido Oaxaca

    Atzompa
   
Flash   Fotografico 

links externos 

Mexico

La edad de la Tierra

¿Qué edad tiene nuestro planeta? El primero que se enfrentó a esta pregunta, el físico inglés lord Kelvin, aseguró que la Tierra no había estado siempre aquí. Usando las leyes de la física, en particular las que describen el comportamiento del calor y su paso de un cuerpo a otro, Kelvin razonó: nuestro planeta se está enfriando continuamente, lo que significa que antes estaba más caliente que ahora. Si nos vamos atrás en el tiempo llegaremos a un momento en que la temperatura de la Tierra era tal que debía tener el aspecto de una roca fundida.

La pregunta es, ¿hace cuánto tiempo ocurrió esto? Kelvin estimó la edad de la Tierra en unos cien millones de años. Semejante número ponía en un gran aprieto a las teorías de los dos grandes de la geología inglesa, Lyell y Hutton, que hacían hincapié en que nuestro planeta era casi eterno. Sin embargo, los cálculos de Kelvin no llamaron la atención de los geólogos.

Únicamente en 1868, cuando presentó sus estimaciones en una conferencia impartida en la Sociedad Geológica de Glasgow titulada Sobre el tiempo geológico, empezaron a escucharle.
Los geólogos aceptaron sus cálculos. Habían sido realizados por uno de los físicos más respetados del mundo y estaban basados en una ley fundamental de la naturaleza. Pero la amistad entre física y geología no iba a durar mucho. Kelvin revisaba sistemáticamente sus cálculos y en cada revisión la edad de la Tierra descendía unos cuantos millones de años. En 1876 lo recortó a cincuenta millones y en 1897 Kelvin afirmó que cuarenta millones era demasiado alto y que veinte millones era una cifra más probable.

Por su parte, los geólogos habían refinado los suyos y pensaban que cualquier cifra por debajo de los cien millones estaba mal. La historia de la Tierra no podía violar la Segunda Ley, pero tampoco podía violar la evidencia geológica.

El tiempo demostraría que Kelvin estaba equivocado. Pero no era culpa suya, sino de un fenómeno que aún no había sido descubierto: la radiactividad. Cuando a principios del siglo XX le señalaron que sus cálculos estaban mal y que debía incluir el calor liberado por la desintegración de los átomos radiactivos que contiene nuestro planeta Kelvin, con más de ochenta años, no creyó que eso invalidara sus cuentas.

Y aunque en privado reconoció que sus cálculos deberían ser rehechos teniendo en cuenta el nuevo descubrimiento, jamás lo afirmó públicamente pues consideraba su trabajo sobre la edad de la Tierra la pieza más importante de su producción científica. Fue un triste final a una brillante carrera. Pero debemos comprenderlo: los científicos también se enamoran, y no sólo de otra persona, sino de sus teorías.

Bancos de esperma

Hace bastantes años atrás un empresario tuvo una idea: pedir a las personas más inteligentes de la Tierra que le vendieran varios millones de sus espermatozoides. De este modo, aquellas mujeres o parejas que quisieran podían comprar unos cuantos de esos espermatozoides para concebir a un hijo supuestamente inteligente. El negocio se basaba en el supuesto de que padres inteligentes dan, por sistema, hijos inteligentes.

El asunto, al parecer, no fue un gran negocio, a pesar de que muchas mujeres y parejas apostaron por ello. Al parecer no conocían estas palabras de François Jacob, premio Nobel de Medicina:

Algunos han alabado el uso de esperma congelado de donantes cuidadosamente seleccionados. Algunos incluso elogiaron el esperma de los ganadores de los premios Nobel. Sólo quien no conoce a los premios Nobel querría reproducirlos de esa manera.

Y mejor incluso la respuesta de un premiado anónimo: si realmente querían tener un premio Nobel como hijo a quien tenían que perdir el esperma era a su padre…

Un par de décadas después se ha intentado vender óvulos de modelos por Internet. Aquí el negocio está más justificado: el aspecto sí está definido totalmente por los genes. Lo que no es seguro, como cualquiera puede comprobar con sólo echar un vistazo a su alrededor, es que padres guapos tengan hijos guapos. ¿Quién no conoce a una pareja que, siendo de lo más normal, tienen un hijo o una hija de los de quitarse el sombrero?

El problema con ambos casos es que nos gusta tener las cosas controladas, y eso de no poder ni elegir el sexo de nuestros hijos nos inquieta. También creemos que si nuestros hijos son muy inteligentes o muy guapos tendrán una vida más fácil. Lo que no parece preocuparnos demasiado es que, ya sea guapo o listo, nuestro querido hijo acabe siendo un cretino integral. Vender óvulos o espermatozoides de buenas personas no es negocio.

No pensemos que este interés por tener hijos más guapos es producto de nuestra época de inseminación in vitro. También nuestros bisabuelos lo tenían. Cuentan que el cínico escritor inglés George Bernard Shaw se enfrentó con este dilema. Nunca había sido lo que podría llamarse un hombre atractivo. Cuando ya era un hombre de edad, una hermosa joven, de la que tampoco podría decirse que fuera una prometedora candidata para el premio Nobel, se le acercó. Con voz dulce le dijo que le gustaría tener un hijo suyo.

¿La razón? Bien sencilla. Así tendrían un hijo con la belleza sin par de la madre y la tremenda inteligencia del padre. No hace falta decir que a la anónima belleza le pareció una idea brillante. Pero el cínico escritor echó abajo sus pretensiones: dijo que no. El impecable razonamiento de Bernard Shaw es para grabarlo en piedra:

⎯ Mi querida señora, ¿qué pasaría si sacase mi belleza y su inteligencia?

Muerte térmica

Una de las leyes más importantes de la ciencia es la Segunda Ley de la Termodinámica. Su importancia para la comprensión del universo es tal que el escritor Charles Percy Snow dijo que aquellos que no la conocieran eran tan incultos como quienes no hubiesen leído en su vida ninguna obra de Shakespeare.

La Segunda Ley no es más que una observación cotidiana elevada al rango de ley fundamental: el calor pasa de los cuerpos calientes a los fríos. Esta, en apariencia, inofensiva ley tiene como consecuencia la llamada muerte térmica, un estado final del universo predicho por primera vez por el alemán Hermann von Helmholtz en 1854 y avanzado por William Thomson dos años antes.

Dicho de manera sencilla: el destino final del universo es una situación donde la temperatura será la misma en todos los lugares. En estas condiciones toda la energía del universo estará en forma degradada, inútil, y el destino de toda forma de vida es la muerte sin posibilidad alguna de redención.

La idea de la muerte térmica, un final nada atractivo para toda existencia, tuvo una repercusión tremenda sobre la filosofía de finales del siglo XIX y principios del XX y sumió en el pesimismo a muchas grandes mentes. El filósofo Bertrand Russell expresó con elocuencia su punto de vista en un párrafo destinado a ser famoso:

…pero carece aún más de sentido y está todavía más desprovisto de finalidad el mundo que nos presenta la ciencia. Que el hombre es producto de causas que no previeron la finalidad que perseguían; que sus orígenes, su desarrollo, sus esperanzas y sus miedos, sus afectos y sus creencias, no son más que el resultado de la ordenación accidental de los átomos; que no habrá ninguna pasión, ningún heroísmo, ningún pensamiento brillante ni emoción intensa que logre que la vida individual perviva más allá de la tumba; que todas las tareas de todas las épocas, toda devoción, toda inspiración, todo el resplandor de la plena madurez del genio humano están condenados a la aniquilación al acontecer la enorme muerte del Sistema Solar; y que todo el edificio erigido por los logros del hombre deberá inevitablemente terminar enterrado bajo los restos de un universo en ruinas.
Sólo si no maquillamos estas verdades, sólo si poseemos la firme convicción de la desesperanza sin tregua, podrá construirse entonces con seguridad un lugar donde se asiente el alma. Dicen que es deprimente, y a veces la gente me comenta que si creyeran en ello, no serían capaces de seguir viviendo. No lo crean; es pura tontería. Nadie se preocupa realmente por lo que sucederá dentro de millones de años. Simplemente hace que uno transfiera su atención hacia otros asuntos.

Sinceramente, no podemos negar que Bertrand Russell tiene razón. ¿Quién se preocupa por del destino del universo si no tiene qué comer mañana?

La lámpara de seguridad

En 1813 se reconoció a Humphry Davy, el científico más extravagante de aquellos días, como el verdadero inventor de la lámpara de seguridad para las minas.

Poseedor de la Legión de Honor concedida por Napoleón por sus trabajos sobre galvanismo y electroquímica, Davy diseñó la famosa lámpara que lleva su nombre para prevenir las explosiones de metano en las minas de carbón. En realidad, su destino último no fue la prevención de explosiones de grisú. Los propietarios de las minas, deseosos de ganar dinero, la utilizaron para explotar minas hasta entonces inaccesibles a causa de los gases, por lo que la tasa de accidentes continuó siendo la misma.

Tras numerosos experimentos, Davy había encontrado que si rodeaba la llama de la lámpara por una fina gasa metálica el calor desprendido no inflamaba el gas circundante pues se invertía en calentar el metal. Por este descubrimiento recibió un premio de 2.000 libras esterlinas y las alabanzas de la Royal Society. Sin embargo, el premio debió ser compartido, o entregado por entero, a un guardafrenos de vagonetas e hijo de fogonero llamado George Stephenson.

Stephenson, cuya única instrucción formal fue la recibida en la escuela nocturna, había inventado antes que Davy una lámpara basada en el mismo principio —la llama era rodeada por una placa de metal agujereada— que ya se estaba usando en muchas minas inglesas. Al enterarse del galardón Stephenson se enfureció muchísimo. De poco sirvió: le negaron el derecho a la patente y al premio. Sus defensores hicieron una colecta pública y recaudaron 1.000 libras que le entregaron a modo de gratificación. Davy y sus seguidores de la clase media y alta inglesa no aceptaron el dictamen: era inconcebible que un hombre sin educación pudiera haber inventado lo mismo que una de las mejores mentes británicas.

El dinero no sólo apaciguó a Stephenson sino que le permitió iniciar el trabajo con el que le recordaremos como uno de los más grandes inventores de la Humanidad: la locomotora de vapor.

Un genio en una familia de genios

Uno de los personajes más curiosos de la historia de las matemáticas ha sido el suizo Jean Bernoulli, hijo, hermano, abuelo, bisabuelo y tatarabuelo de eminentes matemáticos. Su brillantez intelectual le llevó a ocupar la cátedra de matemáticas que su hermano dejó en Basilea al morir.

Jean Bernoulli era un hombre con una alarmante falta de tacto. Por culpa de ello en más de una ocasión tuvo agrias disputas con su hermano. Además tenía un carácter irascible. Cuando el inglés Newton y el alemán Leibniz discutían sobre quién era el padre del cálculo diferencial -una discusión que se convirtió en una pelea nacionalista: los de las islas contra los del continente-, Bernoulli tomó partido por Leibniz y atacó a Newton con fiereza. De hecho, algunos historiadores de las matemáticas lo llaman el bulldog de Leibniz, pues hizo por la causa del matemático alemán lo que años después haría Huxley por la teoría de la evolución de Darwin y por lo que se ganó ese sobrenombre.

Por si todo esto no fuera poco, Jean Bernoulli era también tremendamente celoso. Su hijo Daniel, otra mente admirable, se presentó a un premio de matemáticas que concedía la Academia de Ciencias de París. A ese mismo premio optaba su padre. La Academia premió a Daniel y su padre lo echó de casa. Peso a todo, Jean era un excelente maestro y un investigador infatigable.

Jean tuvo, además de Daniel, dos hijos más: Nicolaus III y Jean II. Quizá resulte tan curioso que los Bernoulli, además de ser una familia con seis generaciones de matemáticos y demostraran una imaginación desbordante a la hora de demostrar teoremas, no hicieran lo propio cuando había que bautizar a sus hijos: en la familia hay cuatro Nicolaus, tres Jean, dos Jacques y dos Daniel. Pues bien, como decía, los hermanos Daniel, Nicolaus y Jean fueron profesores de matemáticas en diferentes universidades: en San Petersburgo estuvieron Nicolaus y Daniel, y en Basilea, Daniel y Jean. Y tenían un primo, también llamado Nicolaus, que ocupó la cátedra de matemáticas de Padua en Italia, la misma que tiempo atrás ocupara Galileo.

Y aunque aún hubo otros Bernoulli que alcanzaron cierta fama en matemáticas, ninguno brilló con luz tan brillante como sus antecesores.

¡Basta ya de física teórica!

He de reconocer que cada año me interesan menos los premios Nobel de Física. Me estaré haciendo mayor, porque en mis tiempos de universidad me lanzaba como un poseso en busca de toda la información disponible en cuanto eran concedidos. Hoy únicamente me asomo para ver a qué físico teórico se lo han concedido. Es normal mi comportamiento de antaño, teniendo en cuenta que hice el doctorado en ese campo…

Mirando los más de 100 años de vida del premio se descubre que los sucesivos miembros del comité Nobel, procedentes de la Academia de Ciencias sueca, tienen predilección por ciertos temas… y por “olvidarse” de premiar a quien también se lo merece, como ha sucedido en el último. En física teórica hay un mecanismo para entender las simetrías subyacentes de la naturaleza que recibe el nombre de mecanismo CKM en honor a sus autores: Cabbibo, Kobayashi (un nombre harto conocido entre los fans de Star Trek) y Maskawa. El primero, italiano, es considerado el verdadero padre de la criatura y por ese motivo ha sido desterrado del premio. De este modo los suecos mantienen su honorable tradición de dejar fuera a los progenitores de las ideas merecedoras del Nobel. El británico Fred Hoyle seguro que sonríe en su tumba. Padre, ideólogo y el que hizo casi todos los cálculos pertinentes para describir la nucleosíntesis estelar (el verdadero origen de los elementos químicos), el premio se lo dieron a quien menos trabajo hizo, Fowler.

Los premios Nobel de los últimos 20 años han sido concedidos, casi exclusivamente, a investigaciones relacionadas con la física atómica y nuclear y la de partículas (tanto experimentales como teóricas). Incluso los dados a temas de astrofísica son engañosos, pues tratan de procesos nucleares. La biofísica, la geofísica, la acústica y tantas otras ramas de la física han estado y estarán desterradas de la gloria del Nobel por siempre jamás.

El caso más sangrante de este ostracismo ideológico lo encontramos en el campo de la geofísica. En 1967 Dan McKenzie y R. L. Parker publicaban en la prestigiosa Nature un artículo clásico. En un valeroso esfuerzo de síntesis mostraron que los accidentes geofísicos se podían explicar gracias a la existencia de unas placas rígidas y sísmicamente tranquilas que interactúan entre ellas sólo en sus bordes. Entre 1967 y 1969 los geofísicos norteamericanos Jason Morgan, Dan P. McKenzie y el francés Xavier Le Pichon, formularon la que pronto sería conocida como la Teoría de la Tectónica de Placas: había nacido la geología moderna. En esencia, dice que la corteza de la Tierra es como un balón de fútbol. No es una única superficie sino que se encuentra dividida en placas. Pero a diferencia de lo que sucede en la pelota, estas placas son de diferentes dimensiones y se encuentran flotando en un mar de magma líquido, el manto, sobre el que se desplazan. De igual forma que sucede con los barcos, las placas están más o menos hundidas en función de su peso.

La importancia de la tectónica de placas es total: es la teoría central de la geología moderna. En 2002 se concedió el premio Crafoord –creado por el industrial Holger Crafoord–, que también se entrega en la Academia de Ciencias sueca, a Makenzie. Por contraste, el Nobel de Física de ese año fue a parar al campo de la astrofísica de partículas y de altas energías: la detección de neutrinos y fuentes de rayos X cósmicas. La diferencia entre ambas contribuciones es abismal. Pero al Comité Nobel solo le importan las diminutas particulitas que corretean por el universo y aceleradores como el del CERN.

No sé si hablar de estrechez de miras, pero sí diré que esta devoción por la física teórica y de partículas roza la obsesión. Ya no es que se premie a quien resuelve un misterio, es que se premia incluso a quienes indican un camino por dónde pueden ir las cosas, como ha ocurrido este año. Entiéndaseme. No quiero decir que no sea un trabajo merecedor de todos los elogios y parabienes. Lo que ejemplifico con el caso antes citado es que hay trabajos en otras ramas más importantes y decisivos. Así que lo diré alto y claro: ¡basta ya de teóricos!

Mitridatización

Hacia el año 100 a. C. llegaba al trono de Ponto, un reino situado en la costa turca del Mar Negro, el rey Mitrídates VI. Se dice que para ello intrigó contra su padre, asesinó a su hermano y a su madre. Con semejante bagaje no es de extrañar que Mitrídates estuviera convencido de que tarde o temprano alguien no dudaría en matarle.

Sospechaba que le envenenarían, por lo que hizo que sus médicos le administrasen dosis pequeñísimas de todos los brebajes mortales conocidos en su época. El trabajo de los médicos fue tan bueno que Mitrídates llegó a ser inmune a venenos que habrían liquidado a un caballo.

Esta inmunidad puede ser debida a la acción del hígado. Al someterlo reiteradamente a pequeñas dosis de veneno, el hígado aprende a defender el organismo del ataque de esas sustancias tóxicas filtrando la sangre sin dañar sus propias células. A este proceso se le llama mitridatización, en honor a este rey.

Por otra parte, Mitrídates tenía razón en temer que lo envenenaran. El envenenamiento ha sido una de las formas más comunes de asesinato. En la Francia del siglo XVII el jefe de policía de Luis XIV descubrió que los nobles la época utilizaban los servicios de brujos y curanderos no sólo para proveerse de filtros de amor, sino también para adquirir venenos. El tribunal especial creado para investigar el caso extendió 319 órdenes de arresto, realizó 865 interrogatorios y condenó a muerte a 36 personas. Todos los acusados, salvo una que fue quemada, fueron decapitados.

¿Y qué ocurrió con nuestro rey Mitrídates? Vivió temiendo que sus súbditos lo envenenaran y, según cuenta Dion Casio en su Historia romana, como era imposible matarlo de esta manera fue apuñalado por un soldado. Una forma más común aunque menos elegante de morir asesinado.

Comments: 2 Comments

Métodos anticonceptivos

Nada hay nuevo bajo el sol. Por ejemplo, en lo de poner medios para no tener hijos. La marcha atrás o coitus interruptus ya aparece mencionada tanto en el libro del Génesis como en el Corán. En el Egipto de 1850 a. C., según menciona el papiro Kahun, se empleaban pesarios vaginales confeccionados con estiércol de cocodrilo. Ciertamente, un dispositivo de este estilo debía ser efectivo, siempre y cuando la pobre mujer sobreviviera a la infección. Desde luego, el efecto disuasorio estaba asegurado: con el hedor que debía emanar pocos se arriesgarían a poner su miembro viril en semejante orificio… Otro método más higiénico mencionado en el papiro de Ebers era el uso de tampones con plumón embebido en jugo de acacia fermentada.

En la Roma del siglo II un médico griego de nombre Soranos de Éfeso proponía el empleo de tampones vaginales de lana empapada en aceite ácido, goma de cedro, miel, granada y pulpa de higo. Su pretensión era bien clara: precintar el acceso a los espermatozoides.

En el siglo XVI Falopio, el mismo del de las trompas, describió el empleo de una vaina de lino protectora del pene en lo que podemos considerar la primera descripción conocida de un preservativo. Lo curioso es que no la mencionó como método anticonceptivo sino como forma de prevenir las enfermedades venéreas.

Ya en el siglo XIX se utilizaron supositorios de manteca de cacao como método anticonceptivo y un médico de nombre Knowlton proponía aplicar en la vagina sulfato de cinc justo después del coito. A comienzos del siglo XX el médico alemán Richter sugirió el uso del intestino del gusano de seda como dispositivo intrauterino: era el primer DIU. Para fijarlo al útero, un compatriota suyo planteó el uso de un alambre de plata colocado alrededor del intestino del gusano.

¿Sin célula de identidad?

¿Cuándo un ser humano es eso, un ser humano? Ésta es la polémica que existe en torno a las famosas células madres embrionarias. Para muchos lo somos desde el mismo momento de la concepción y por eso los embriones descartados de las técnicas de reproducción asistida deben ser defendidos ante cualquier intento de experimentación. Éste es el argumento primordial: la vida humana es sagrada.

A mi siempre me han olido a cuerno quemado frases tan grandilocuentes y universales. Si toda vida humana es sagrada, ¿por qué muchos de los que se oponen a la investigación con células madre no se oponen a la pena de muerte? Y no sólo me estoy refiriendo al eterno malvado, el expresidente Bush, sino también al Vaticano, que aunque la abolió del derecho penal en 1969, no fue eliminada de la constitución hasta el año 2000. Eso sí, el Catecismo en su punto 2266 señala que se deben “aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte”. ¿Es o no es sagrada la vida, toda vida?

¿Qué hacer frente a este dilema? Añadir la coletilla de vida humana inocente. Los universales van desapareciendo como por ensalmo. Claro que decidir quién es inocente tiene su miga, si no dense una vuelta por los juzgados.

Muchos, independientemente de su filiación religiosa, comparten esta postura de la Academia Pontificia para la Vida: “El embrión humano vivo es, a partir de la fusión de los gametos, un sujeto humano con una identidad bien definida”. El error es de bulto: el proceso de fecundación puede durar 12 horas y hasta 14 días después de la fecundación el embrión puede formar gemelos o trillizos. ¿Dónde queda la “identidad bien definida”? ¿O es que dos gemelos son la misma persona? Incluso dos zigotos separados, que darían lugar a mellizos, pueden fusionarse dando lugar a lo que se llama una quimera tretagamética.

El problema fundamental es la falacia del continuo: posiciones extremas conectadas por pequeñas diferencias intermedias son la misma cosa porque no podemos establecer un límite objetivo para el cambio. Por eso, asegurar que unas pocas células arracimadas es un ser humano es lo mismo que decir que una semilla es un árbol. Curiosamente, quienes defienden con más ardor la no investigación con embriones son aquellos que piensan que el ser humano posee alma. De ahí la prohibición renacentista a hacer autopsias, o plantearse no usar técnicas de reanimación a mediados del siglo XX. Definir qué es, cómo llega al embrión o de dónde viene son cuestiones no resueltas, pero semejantes minucias no impiden argumentar sobre cuándo un grupo de células, que no son conscientes, no piensan, no son capaces de sentir emoción alguna, pues carecen de sistema nervioso, es un ser humano. Por pura comparación, un chimpancé es más un hombre que un embrión masculino.

Déjeme que le proponga un experimento mental. Imagine que tiene que tomar una horrible decisión. Un misil nuclear va a caer sobre España y debe decidir entre dos objetivos: una ciudad de un millón de habitantes y un pueblo abandonado donde vive una única persona. ¿Qué haría?

Ahora imagine que entra en un hospital en llamas y solo tiene una oportunidad para salvar a alguien. En una habitación hay una mujer y un recipiente con un millón de embriones congelados. ¿Haría la misma elección que en el caso anterior? Quizá todos seamos seres humanos, pero unos lo son más que otros.

Inflación

Llegaba la hora de la incursión a medianoche en el mundo de la cosmología. A las once, su hijo Larry y su mujer Susan ya estaban acostados. Se dirigió a su despacho instalado en la habitación de invitados de su casa-rancho, situada tan cerca del Acelerador Lineal de Stanford (California) que podía ir a trabajar en bicicleta. El alquiler estaba por encima de sus posibilidades, pero allí iban a vivir sólo un tiempo: después volverían a Cornell.

Se sentó. Había silencio; era el mejor momento del día para trabajar. Abrió su cuaderno y encabezó la página con letra pequeña: «EVOLUCIÓN DEL UNIVERSO. Me gustaría considerar los efectos de (1) una constante cosmológica, y (2) la congelación de grados de libertad en la evolución del universo». Debajo escribió las ecuaciones estándar de un universo en expansión. Hacia la una de la madrugada, y después de tres páginas de cálculos, se encontró con una sorpresa: casi nada más nacer, el universo entero se desbocaba. Lo que esa noche del 6 de diciembre de 1979 había encontrado era de tal magnitud que si al virus de la gripe le pasara lo mismo, en un chascar de dedos se haría mucho más grande que el universo visible actual. A una cien millonésima de billonésima de billonésima de segundo de nacer el universo había doblado su tamaño casi 1.000 veces. A este proceso de duplicación exponencial su descubridor, Alan Guth, lo llamó inflación.

Si Guth tiene razón, el universo es más vasto de lo que podamos imaginar. En menos de lo que dura un parpadeo el universo visible, el que alcanzamos a ver con nuestros telescopios, podría haber brotado de un trozo de la gran explosión no mayor que un protón. El universo observable no es más que un pedazo insignificante de un pastel mucho mayor, el universo real.

El debate sobre la inflación sigue después de casi 30 años: nadie sabe si es una buena hipótesis, pero es la única que nos explica por qué el universo es tan uniforme y por qué es tan grande. Así es la parte de la cosmología que estudia lo que sucedió en los primeros balbuceos del universo: un puro ejercicio teórico, una búsqueda con papel y boli. Jamás podremos obtener ninguna prueba directa de lo que sucedió; es una época que siempre nos estará vedada. Resulta ciertamente chocante: el mayor derroche de energía conocido está envuelto por un velo de total oscuridad.

Vida en seco

Si tuviéramos que señalar a un animal capaz de sobrevivir en las condiciones más duras y secas del planeta, prácticamente habría una única elección: el camello. Sobrevive con muy poca agua, puede encontrar comida donde otros animales no lo hacen, soporta el calor y frío extremos de los desiertos y, además, ha aprendido a vivir entre seres humanos.
Podríamos pensar que los camellos son realmente superanimales. Y no estamos nada equivocados, aunque si los comparamos con otros seres vivos… Por ejemplo, la rosa de Jericó o Anastatica hierochuntica, miembro de las Brassicaceae, una pequeña planta originaria de Siria de color gris que raramente alcanza los 15 cm de altura: recibe el peculiar nombre de Planta de la Resurrección.

Decir que su comportamiento es peculiar es decir poco. Tras la estación húmeda, muere y se seca, replegando sus estambres hasta formar una bola que protege las semillas e impide que se dispersen demasiado pronto. Estas semillas son muy resistentes y pueden mantenerse “durmientes” durante años. Cuando empieza a llover, la planta se abre y las semillas se dispersan. Otra planta que suele venderse en las tiendas bajo el nombre de Rosa de Jericó es la Selaginella pilifera, un helecho que revive y vuelve a su color verde cuando se le moja con un poco de agua.

Pero es en el mundo animal donde encontramos las situaciones más extrañas. Baste con mirar a unos misteriosos animales que no miden más de 1 mm de largo y, a pesar de hallarse en cualquier hábitat húmedo del mundo, desde las selvas tropicales al océano Ártico pasando por los charcos del jardín trasero de las casas, no fueron descubiertos hasta 1773 por el zoólogo alemán Johann August Ephraim Goeze, que los llamó Kleiner Wasser Bärs, ositos de agua. Pertenecen a un más que desconocido phylum de invertebrados, Tardigrada, de los que se han descrito del orden de 800 especies diferentes.

Sólo el 10% viven en agua salada y el resto en agua dulce, agarrados a musgos, líquenes, vegetación acuática o en los lechos de hojas en descomposición. De cuerpo corto y gordito, poseen cuatro pares de extremidades pobremente articuladas. Pero su característica más llamativa son unas garras que se encuentran al final de ellas formando grupos de 4 a 8. Viven rodeados de una delgada capa de agua que les permite intercambiar gases con el exterior e impide que se produzca una desecación no controlada. Porque ésta es una de las características más llamativas de estos diminutos animales: pueden suspender de manera reversible su metabolismo, de forma que lo hacen descender hasta un 0,01% de su valor normal -incluso puede llegar a ser indetectable- y reducir su contenido de agua hasta menos del 1%. A esta capacidad de algunos seres vivos de perder prácticamente la totalidad del agua de su organismo se la llama anhidrobiosis. El cuerpo se encoge longitudinalmente y se pliega mientras las extremidades se invaginan. Además, la superficie se recubre de una capa de cera que ayuda a reducir la transpiración.

Los tardígrados son realmente impresionantes: no solo resisten una sequedad ambiental extrema, sino que también soportan altas dosis de rayos X (más de 1.000 veces la dosis mortal para un ser humano), temperaturas por encima de 150º C y por debajo de -272,8º C, muy cerca del cero absoluto. Para colmo, aguantan tanto muy altas presiones como el vacío del espacio.
Otros organismos capaces de sobrevivir sin agua son los rotíferos bdelloidea, unos invertebrados microscópicos con aspecto alienígena. Tienen menos de 0,5 mm de largo y están formados por unas 1.000 células. Tienen sistema nervioso y elementos sensores como ojos y antenas. Los podemos encontrar en el musgo, en los riachuelos, estanques, manatiales… Por todo el planeta salvo en las zonas polares.

Pero lo que les hace fascinantes a los ojos de los investigadores no es esa habilidad suya para desecarse, sino porque abandonaron el sexo hace 100 millones de años; se reproducen por partenogénesis (el óvulo femenino se desarrolla sin necesidad haber sido fecundado). Los biólogos no han encontrado machos, ni hermafroditas o traza alguna de meiosis, el proceso que crea las células sexuales.

CERN, una historia de física de partículas



Para el turista que cruza la frontera franco-suiza en las cercanías de Ginebra no le resulta nada llamativo una serie de edificios que parecen una combinación de oficinas y naves industriales. Si ese turista es un físico tampoco le va a decir nada ese conjunto gris de construcciones. Únicamente si se fija en los carteles indicadores de la autopista sabrá que está pasando por el mayor centro de investigación en física de partículas del mundo: el CERN, Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire. Como decía el Principito de Saint-Exupéry, lo esencial es invisible a sus ojos: en este caso, porque se encuentra bajo tierra.

Si hubiera que establecer un comienzo, éste sería probablemente a comienzos de 1947, cuando ningún físico de partículas se esperaba lo que iba a suceder. El 20 de diciembre la revista Nature publicaba dos fotografías de dos sucesos llamados “en V”, debido a su forma característica. Estos se producen, por ejemplo, al desintegrarse una partícula neutra, sin carga (que no deja huella en la placa), en dos de cargas eléctricas opuestas (que sí la dejan).

Los dos años siguientes los físicos se esforzaron por confirmar tan inesperado descubrimiento. Esta partículas, que recibieron el apodo de “extrañas”, se convirtieron en el tema de moda. No era para menos. Su existencia era escandalosa: “Era como si la naturaleza se permitiera fantasías”, comentaba el físico francés Michel Crozon. Al poco tiempo un joven físico llamado Murray Gell-Mann introducía el concepto de extrañeza, una nueva cualidad de las partículas subatómicas. ¿Qué hacía ahí? Y lo que era más acuciante: ¿Cómo integrarla en un esquema coherente?

Era hora de dar un paso más. Desde los años 20, quienes buscaban con ahínco los ladrillos últimos de la materia se habían valido de cierto fenómeno natural proveniente del espacio, los rayos cósmicos, todo un conjunto de partículas de alta energía: fotones (rayos X, gamma…) o partículas eléctricamente cargadas, como los protones. Los rayos cósmicos, al alcanzar nuestra alta atmósfera, pueden sufrir dos destinos diferentes en función de la energía que transportan. Si no es mucha, el aire las frena. Pero si son muy energéticos, al chocar violentamente con un átomo de oxígeno o de nitrógeno del aire provoca una cascada de partículas secundarias, fragmentos de átomos o partículas arrancadas tras la colisión. Para estudiarlos los físicos buscaban las mayores alturas posibles, ya fuera en montañas o en globos. Pero tenían un inconveniente: los rayos cósmicos son escasos e impredecibles, y los físicos querían disponer de haces de partículas conocidas con energías conocidas para poder jugar con ellas a su antojo.

Evidentemente, la mejor forma para explorar el interior de la materia es lanzar las partículas unas contra otras a altísimas velocidades. Si el material empleado en las colisiones está compuesto por elementos más pequeños, se romperá y se podrán ver los productos de deshecho. De igual modo, las tremendas energías liberadas permiten la aparición de otras partículas subatómicas que no existían antes del choque por obra y gracia de la ecuación más famosa de la física, E = mc2. Así que, después de la guerra, los ojos de los experimentales se dirigieron a perfeccionar unas máquinas que aceleraran partículas a velocidades –y, por tanto, energías- cada vez más elevadas.

La única forma de lograrlo es manipulando los campos eléctricos y magnéticos. Toda partícula cargada “siente” estos campos (en realidad, ambos son expresión de un único campo electromagnético), luego se puede conseguir, mediante un manejo apropiado, que las partículas subatómicas vayan adquiriendo cada vez mayor velocidad. En 1928 Rolf Wideröe, un joven ingeniero noruego que trabajaban en Aquisgrán, diseñó el primer acelerador lineal de la historia, un recinto donde se hace el vacío y mediante unos tubos metálicos las partículas sufrían una serie de aceleraciones cada vez que pasaban de uno a otro. Un año más tarde, al otro lado del Atlántico, otro físico de origen noruego, Ernest O. Lawrence, diseñaba en California otro tipo de acelerador: el ciclotrón. Consistía en dos imanes con forma de D enfrentadas: las partículas son inyectadas en el centro y se aceleran poco a poco adquiriendo una trayectoria espiral. Su primer acelerador, construido en 1930, cabía en la palma de la mano. Casi 80 años después en el CERN se construyó uno de 27 kilómetros: el LHC, Large Hadron Collider. Mucho han cambiado las cosas.

Poco a poco fueron apareciendo otros modelos de aceleradores que mejoraban los existentes y que tenían nombres tan peculiares como sincrociclotrón y sincrotrón, pero que, en esencia, seguían basados en el mismo principio: utilizar potentes electroimanes para acelerar partículas cada vez más pesadas y a cada vez mayores velocidades. Los tamaños también se fueron agrandando: de centímetros se pasó a centenares de metros.

La situación de la física de partículas en Europa no era nada buena. Los norteamericanos ganaban por goleada. Por eso en 1949, en el Centro Europeo de la Cultura de París, los científicos Saultry y De Broglie propusieron la creación de un centro de investigación europeo que impidiese el éxodo masivo de científicos fuera del Viejo Continente y que Europa pudiera alcanzar el nivel tecnológico norteamericano, algo que ningún país por sí solo sería capaz de hacer. Esta idea que fue defendida al año siguiente en la Asamblea General de la UNESCO por la delegación de Estados Unidos a iniciativa del físico Isidor Rabi: quizá el gigante norteamericano quería asegurarse cierta ventaja en la Guerra Fría haciendo que Europa regresara al terreno de juego científico.

El 29 de septiembre de 1954 cristalizaba ese gran esfuerzo político, científico y económico en lo que sería el más grande y exitoso laboratorio de investigación europeo: el Centro Europeo de Investigación Nuclear, CERN, en Meiryn, cerca de Ginebra. Un nombre que se cambió hace unos años, quizá porque la palabra “nuclear” provoca importantes reacciones adversas: hoy es CERN, Centro Europeo para la Física de Partículas. Un nombre, todo hay que decirlo, más acorde a su objetivo.

El primer acelerador del CERN fue un sincrociclotrón bastante modesto, sustituido en diciembre de 1959 por el protón-sincrotrón (PS) de 200 metros, algo que para la época parecía gigantesco. Con él los físicos europeos empezaron una competición con sus homólogos norteamericanos, que estaban a punto de inaugurar otro en el Laboratorio Nacional de Brookhaven, Nueva York. Por su parte, la reacción de los países del Este no se hizo esperar: se creó el Instituto Conjunto para la Investigación Nuclear o JINR en Dubna. Pero nunca fue un verdadero competidor: su acelerador, un sincrotrón de protones cuyo imán pesaba de 36.000 toneladas, diez veces más que el del CERN, era un verdadero dinosaurio tecnológico.

En 1960 la competición se encontraba entre Ginebra y Nueva York. No obstante, era una pugna desigual. Los norteamericanos disponían desde principios de los 50 de diversos aceleradores con los que habían adquirido destreza y práctica en el diseño de experimentos y en la construcción del instrumental apropiado para detectar las partículas. Así que los europeos se dedicaron a copiar las iniciativas estadounidenses como mejor camino para adquirir dominio de las técnicas experimentales. Debido a ello, llegaban siempre en segundo lugar. Ahora bien, a lo largo de los 60 empezó a producirse un fenómeno de internacionalización que ya jamás se perdería: grupos norteamericanos colaboraban con los experimentos realizados en el CERN y europeos usaban fotos tomadas en Brookhaven.

Los nuevos aceleradores de partículas ponían en serios aprietos a los físicos teóricos. A medida que progresaba la investigación aparecían más y más partículas. A principios de los 60 la situación era caótica: el finlandés Matt Ross describía 41 partículas diferentes en la revista Review of Modern Physics; hablar de ‘partículas elementales’ era un dislate. Entonces entró en juego de nuevo Murray Gell-Mann. En 1962 anunció en el CERN una forma de agrupar las partículas que llamó “el Camino Óctuple”, en clara alusión a la filosofía budista. Su teoría –también formulada independientemente por Yuval Ne’eman- predecía una nueva partícula, Ω-, descubierta al año siguiente primero en Brookhaven y luego en el CERN. Dos años después Gell-Mann perfeccionaba su teoría y lanzaba al ruedo de la física de partículas los quarks.

Desde entonces los físicos fueron construyendo un marco teórico llamado el modelo estándar. Afirma que existen dos estirpes principales de partículas elementales: los quarks, de seis ‘sabores’ agrupados en tres familias de dos ⎯arriba y abajo, extraño y encanto, valle y cima⎯, y los leptones, también de seis ‘sabores’⎯el electrón, el muón, el tauón y sus correspondientes neutrinos (los neutrinos son partículas capaces de atravesar un muro de plomo de varias decenas de años-luz de grosor sin enterarse)⎯. Los leptones se pueden encontrar solos en la naturaleza mientras que los quarks nunca lo hacen: siempre aparecen en parejas o en tríos formando otras partículas (como sucede con el neutrón y el protón).

Y no sólo eso. A finales de la década de los 60, los físicos Glashow, Salam y Weinberg dieron un paso de gigante hacia el sueño de reunir bajo una única descripción matemática las cuatro fuerzas de la naturaleza: la gravedad, la electromagnética, y dos fuerzas nucleares: la fuerza fuerte, que mantiene unidos los quarks, y la débil, responsable de la llamada desintegración beta. De hecho, las fuerzas las transmiten ciertas partículas: así, mientras que los responsables de la electromagnética son los fotones, los de la fuerza débil son los bosones W+, W- y Z0. Estas tres partículas fueron predichas por Glashow, Salam y Weinberg al unificar bajo una única formulación matemática la fuerza electromagnética y la fuerza débil: es la teoría electrodébil.

Comprobar la veracidad de todas estas ideas exigía una nueva generación de aceleradores. Y es que la física de partículas sigue una sencilla regla: cuanto más adentro de la materia quieres explorar, mayor energía necesitas. En el CERN el viejo PS no se desmanteló, sino que se usó para dar servicio al nuevo acelerador: el SPS (Super Protón-Sincrotrón), un anillo de 7 kilómetros de diámetro y enterrado a 40 metros bajo tierra, que empezó a construirse en 1976 y entró en servicio en 1981. La idea, revolucionaria, era acumular antiprotones para luego hacerlos colisionar con protones. Era la primera vez que se usaba antimateria en los aceleradores de partículas, lo que incrementaba la energía de los choques de forma sustancial: si materia y antimateria se encuentran, se aniquilan completamente. Este hecho llevó al CERN a una posición de liderazgo mundial y con él Carlo Rubia y Simon van der Meer descubrieron los bosones W y Z, los transmisores de la fuerza electrodébil, con el que ganaron el premio Nobel en 1983. Puede decirse que el SPS se construyó para encontrarlos.

Después, todo estaba preparado para la construcción del mayor instrumento científico jamás construido: el LEP (Large Electron Positron Collider). En una circunferencia de 27 kilómetros enterrada a un centenar de metros donde se aceleraban electrones y positrones –la antimateria del electrón - y se les hacía colisionar. Con el LEP, que comenzó su andadura en 1989, los físicos obtuvieron mediciones que iban refinando la teoría y confirmaron que sólo podían existir tres familias de quarks. Pero siempre se pide más. La teoría seguía pidiendo aceleradores más grandes y a finales del siglo XX se concretó en dos proyectos: el SSC (Super Sincrotron Collider) en EE.UU., un monstruo de 87 km de diámetro que se empezó a construir en 1989 pero que se canceló en 1995 debido a su elevado coste, 8.000 millones de dólares, y el LHC (Large Hadron Collider) del CERN, que se aprobó el 24 de junio de 1994.

Justo ese año comenzaba en el CERN un programa de investigación de seis años de duración donde se iban a colisionar iones ⎯átomos que han perdido parte de sus electrones— de plomo y de oro para recrear lo que sucedió en nuestro universo justo unas millonésimas de segundo después de la Gran Explosión, cuando la temperatura era del orden de cien mil millones de grados centígrados. Y lo que encontraron fue un nuevo estado de la materia, 20 veces más denso que el núcleo atómico: el plasma de gluón-quark. Fue uno de los últimos experimentos del LEP. Había que desmantelarlo para construir en su lugar el LHC, que entró en funcionamiento y se estropeó el pasado año 2008.

Patente de corso

Un grupo de chavales inmigrantes se ponen en pie de guerra en un centro de acogida del País Vasco: quieren que las hamburguesas sean sólo de MacDonalds; el director del centro afirma que si hay dinero accederá. Por otro lado, Zara pide perdón públicamente porque ha vendido por error unas prendas mezcla de lino y algodón a un grupo naturista que defiende la pureza de la ropa, por lo que no visten mezclas de materiales.

¿Se imaginan que sucediera algo así?

Pues pasa. Sólo tienen que sustituir MacDonalds por carne halal musulmana y grupo naturista por judíos ortodoxos. En EE UU se permite el uso de alucinógenos si forman parte de un ritual religioso: fumarse un peta en la calle es dañino, pero en una iglesia no.

Si un niño va a clase vestido de forma poco “ortodoxa” lo mandarán derechito a su casa a cambiarse, pero si la niña lleva un hiyab empezarán a aparecer las palabras respeto y tolerancia. Algo llamativo, pues las religiones se han caracterizado siempre por ser intransigentes. Solo son tolerantes cuando no pueden ser intolerantes.

Fe y ciencia son contrapuestas: San Agustín alertaba a los buenos cristianos de las artes demoníacas de los matemáticos y Martín Lutero escribía que “la fe debe sofocar toda razón, sentido común y entendimiento”. La religión no se cuestiona sus fundamentos, no investiga, no duda, se cree en posesión de la verdad, es dogmática y, en demasiadas ocasiones, prepotente. Sólo así se entiende la oposición de la Iglesia al uso del preservativo en el tercer mundo o que la Madre Teresa dijera que el sida era un “justo castigo para una conducta sexual incorrecta”.

¿Por qué la religión debe recibir garantía de inmunidad? ¿Por qué no puede estar sujeta a la crítica, al análisis e incluso a la chanza, como cualquier otra idea? Como dijo el sarcástico periodista H. L. Menken a principios del siglo pasado, “debemos respetar la religión del otro pero sólo en el sentido y hasta el punto que respetamos su idea de que su mujer es guapa y sus hijos listos”.

Aquí huele a muerto

“La gran ironía de la vida es que no sales vivo de ella” escribía el maestro de la ciencia ficción Robert Heinlein en su novela Job, una comedia de justicia. Además de eso, el proceso de la muerte y descomposición es razón de supervivencia para otros seres que cuentan con nuestro desprecio ya en el nombre: carroñeros. Porque no hay cosa que nos desagrade más que la visión de un animal corrompiéndose, y ver que otros animales se alimentan de ello nos produce aversión. Aunque no deberíamos ser tan exquisitos: cuando nos comemos un rico solomillo estamos metiendo en nuestra boca carne en descomposición; la única manera de paladear esa sonrosada pieza de carne es si hemos esperado lo suficiente para que se pase el rigor mortis del animal. Curiosamente las plantas, que también sufren ese proceso, no nos dan tanto asco. Es más, mientras que tratamos de alejar lo más posible de nosotros la putrefacción animal, la vegetal algunos la tienen en el jardín de su casa en forma de caja de compostaje, creando abono.

Imagine que durante un paseo encuentra un gato que acaba de morir en una esquina. Aunque el cuerpo aparentemente parezca estar en buenas condiciones, la realidad es que dentro del él ya ha comenzado su desintegración: los millones de bacterias que antes de llegar la muerte se alimentaban con lo que pasaba por el intestino no mueren con su anfitrión y empiezan a devorarlo, haciendo bueno el conocido refrán de “cría cuervos…”. No contentas con ello, a medida que lo van digiriendo se abren paso hacia otros órganos; el festín está servido. Al proceso colaboran las propias enzimas digestivas del organismo, que al ser liberadas de su lugar natural se extienden por todo el cuerpo.

Pero todavía muchas células siguen vivas. Por ejemplo en el ser humano las células cerebrales mueren entre 3 y 7 minutos mientras que las de la piel pueden extraerse de un cuerpo muerto hace 24 horas y crecer como si nada en un cultivo de laboratorio. Esto no quiere decir que sea cierta la popular idea de que las uñas y pelo siguen creciendo después de morir: se trata de un efecto óptico debido a que la deshidratación que sucede tras la muerte hace que la piel se retraiga y aparezca parte del pelo y las uñas que antes estaban ocultos. A veces puede darse un anquilosamiento de los músculos y producirse los espasmos postmortem, que tanto asustan si suceden en humanos.

Al mismo tiempo que las bacterias roen al pobre minino se produce una autolisis masiva, las células se autodestruyen. Esto sucede porque el lisosoma, un orgánulo que contiene enzimas digestivas que sirven para eliminar otras células muertas o en labores de limpieza de restos en el interior de la propia célula, libera sus enzimas, que empiezan a digerir la propia célula: el gato se está -literalmente- comiendo por dentro. Mientras en el exterior las moscas y moscardones se han dado cuenta que el pobre diablo está muerto y empiezan a dejar sus huevos tanto alrededor de posibles heridas como en los orificios naturales del cuerpo: boca, nariz, ojos, ano y órganos genitales.

Pasados tres días, las bacterias han ido haciendo su trabajo obteniendo alimento, liberando distintos fluidos -recordemos ese agua sucia y mal oliente que a veces sale de una bolsa de basura que hemos olvidado bajar al volver de un viaje- y apestando el entorno cercano con moléculas como el metano, el sulfuro de hidrógeno (con su característico olor a huevos podridos) y otras de nombres tan llamativos e insinuantes como putrescina y cadaverina. Es obvio que los seres humanos jamás las usarían en sus perfumes, pero su aroma resulta irresistible para una gran variedad de insectos. El gas liberado por la descomposición interna tiene un efecto curioso: infla el cuerpo y obliga a que las células y vasos sanguíneos pierdan sus fuidos y se desparramen. Las larvas de mosca recién nacidas se van moviendo por el cuerpo dándose un festín y son acompañados por su cohorte bacteriana, para la que la materia viva en descomposición es el paraíso. El proceso se acelera, el olor a podrido se acentúa, y eso atrae a más insectos, como ácaros y escarabajos. Entre los nuevos llegados se encuentra la mosca de la carne, que al igual que los escarabajos son predadores que se alimentan tanto de la carne putrefacta como de las larvas. Por supuesto, aprovecha la coyuntura para dejar también sus propios huevos. Las larvas de algunas de ellas son parásitos internos de otros insectos.También aparecen avispas parasitoides, que insertan sus huevos en larvas de otras especies o bien paralizan al insecto adulto y se los inyecta dentro o, siendo más comedida, los deposita sobre él.

Pasadas dos semanas el cuerpo se desinfla y la carne adquiere una consistencia cremosa. El color negro es dominante, el olor se vuelve insoportable para el olfato humano, se forman charcos alrededor del cadáver y el número de insectos presentes en diferentes estados de desarrollo hace pensar que se celebra un megaguateque. Su actividad incrementa la temperatura de lo que queda del finado, lo que acelera su descomposición por la acción bacteriana. Aquellas larvas que ya están saciadas, oradan el suelo y pasan a convertirse en pupas. Esta situación atrae aún más a escarabajos pedradores y avispas, que ven en estas larvas maduras un fenomenal huésped para sus futuros retoños.

Un mes más tarde comienza lo que se llama la fermentación butírica, llamada así por el olor a queso que emana del cadáver y que atrae a otros tipos de insectos, como la mosca del queso, que empieza a dar cuenta de lo poco que han dejado quienes llegaron primero. Curiosamente, son las larvas de este insecto las que se introducen en el queso pecorino para obtener el casu marzu en Italia. Es, además, el insecto que con mayor frecuencia se encuentra en los intestinos humanos, pues los ácidos estomacales no lo destruyen, y producen una miasis entérica: vómitos, dolor de abdomen y diarrea sangrante son sus síntomas.

Las pocas larvas que quedan, y que hasta entonces se han dado un festín con la carne, empiezan a abandonar la fiesta pues solo quedan los ligamentos y la piel. Sin embargo, para las de escarabajo estas partes son las más suculentas, y son las que se encuentran en este momento de la descomposición. Por su parte, el moho sigue creciendo en la parte del cadáver en contacto con el suelo. El guateque llega a su fin.

El cadáver, completamente deshidratado, se descompone lentamente y solo quedan los huesos. Si el pobre tenía pelo, las polillas estarán dando cuenta de él y lo ácaros seguirán comiendo los microorganismos que aún pululen por el lugar.

En el caso de que el muerto sea un árbol, la fiesta tiene unos invitados diferentes. Nematodos, hongos, hormigas y otros que tienen en la celulosa su principal fuente de alimento son quienes colaboran en el proceso de descomposición, cuyo ritmo dependerá tanto del tamaño como de la especie y el clima en el que sucede. Las ramas y la corteza se van perdiendo lentamente e invertebrados y hongos comienzan su festín: escarabajos, termitas y hormigas carpinteras infestan la madera. Después llega la segunda oleada de insectos con lo que empieza la fiesta vegetariana de lombrices de tierra, hormigas, caracoles, babosas, milpiés, cochinillas… y de los depredadores que se alimentan de estos insectos, como el pájaro carpintero o el trepatroncos, que se dedican a escarbar en su busca. Es esta labor de hurgado la que permite a los insectos y otros microorganismos alcanzar tanto la savia como el corazón del árbol. Por supuesto que los insectos también hacen sus necesidades, que dejan a lo largo de las galerías, lo que permite crecer una flora microbiana que acabará por contribuir en la descomposición.

El siguiente paso, conocido como maceración, está dominado por los hongos: los tunelillos está taponados con excrementos y tierra y los hongos rizomorfos que se extienden por todo el material que culmina con la incorporación del material al humus del suelo. Así la muerte de un árbol significa la vida para otros muchos.

Desmontando a Einstein

«Si todo el mundo viviese una vida como la mía no habría necesidad de novelas», le dijo Albert Einstein a su hermana Maja en 1899 cuando todavía no era más que un joven de 20 años que acababa de solicitar la nacionalidad suiza. El problema es que una buena parte de esa vida fue ocultada al público y a los historiadores de la ciencia por sus representantes legales.

Así, cuando su hijo Hans Albert murió de un ataque al corazón en 1973, muchos de los secretos de su padre reposaban en el interior de una caja de zapatos en la cocina de su casa en Berkeley: correspondencia familiar desde finales del siglo XIX. La colección era tan delicada que los albaceas de la herencia del físico, que tenían el control legal sobre la publicación de sus palabras, fueron a juicio para impedir que Hans Albert publicase parte de su contenido a finales de los 1950.

Ni a su propio hijo le estaba permitido revelar detalles íntimos de su padre. No es extraño que los guardianes de la reputación del sabio, su secretaria Helen Dukas y el economista Otto Nathan, recibiesen el apelativo de “los sacerdotes de Einstein”. ¿Qué podía ocultarse en las cartas y escritos del ‘hombre del siglo’ de la revista Time?

La imagen que el público tiene de Einstein es la que transmitió en sus últimos años, el anciano de pelo blanco y ojos tristes e inquisitivos. Resulta difícil imaginárselo como alguien que en un tiempo fue joven. Y menos como un hijo errante, un tanto balarrasa y casanova.

Si hay algo que caracterizó su vida fue, como recuerda su amigo Abraham Pais, una «profunda necesidad emocional de no dejar que nada interfiriera con su pensamiento. Era capaz también de sentir profunda cólera… [pero] no lo hacía menos como hombre de sentimiento que como hombre de pensamiento». Tenía el ‘don’ de poder apartarse del mundo sin esfuerzo emocional; daba un paso y salía de él cuando quería. Quizá por ello, al morir su gran amigo Michele Besso escribió a su viuda: «Pero lo que yo admiraba más en Michele, como hombre, era el hecho de haber sido capaz de vivir tantos años con una mujer, no solamente en paz, sino también constantemente de acuerdo, empresa en la que yo, inevitablemente, he fracasado por dos veces».

Einstein se definía como un hombre solitario, un Einspanner -un coche tirado por un único caballo- y así se debe entender su vida. Bertrand Russell lo describió como alguien a quien los asuntos personales no ocuparon gran cosa en su mente. Para el científico y poeta C. P. Snow le parecía que «un hombre que debe poseer un ego formidable tiene que estar sojuzgado por él totalmente». Esta imagen de genio excéntrico y comprometido con la humanidad pero reluctante al contacto humano le convirtió en, como el propio Einstein bromeaba, un santo judío. Sin embargo, fue un hombre cuyas palabras en público se contradecían con sus hechos en privado, fue un hombre «cuya combinación de visión intelectual y miopía emocional dejó detrás de sí una serie de vidas dañadas».

La primera de ellas fue Marie Winteler, la hermosa hija del matrimonio que acogió al dieciséisañero Einstein en Aarau cuando se preparaba para el ingreso en el Politécnico de Zurich. Marie era dos años mayor que él y ambos se enamoraron profundamente, como los dos adolescentes que eran. Su estancia allí fue uno de los periodos más felices de su vida. Pero al terminar el instituto y marchar al Politécnico en 1896 las cosas cambiaron. Einstein sugirió, sin previo aviso, que debían dejar de escribirse.

Sorprendentemente, y según se desprende de las cartas de Marie, Albert pareció acusarla de querer acabar con su relación al irse de maestra a Olsberg, al noroeste de Aarau y más lejos de Zurich. Pero eso no le impedía enviar la ropa sucia a Marie para que se la lavara. La relación continuó, más por empeño de Marie que de Albert, quien había posado sus ojos en una compañera de clase, Mileva Maric. No está muy claro cuándo el futuro físico dio por terminada su relación con Marie -simplemente, dejó de escribirla-, pero en las vacaciones de primavera de su primer año en Zurich marchó a ver a su familia a Pavia en lugar de esperar a que Marie se reuniese con él tal y como había planeado durante el invierno.

La ruptura sumió a Marie en una profunda depresión de la cual tardó bastantes años en salir. Cuando se casó, Einstein dijo a su amigo Besso que eso ponía fin a uno de los peores puntos negros de su vida.
Mientras, todo el interés del joven Einstein estaba dirigido a la serbia y coja Mileva. Resulta llamativo que el tono de “amor eterno” que utilizara con ella fuera exactamente el mismo que el usado con Marie.

A Einstein siempre le gustó la compañía de las mujeres, aunque nunca estuvieron por encima de su pasión por la ciencia. Marie, consciente de su inferioridad intelectual respecto a Albert, temía ser demasiado poca cosa para él y que le molestase hasta el punto de que perdiera interés por ella. Eso no sucedía con Mileva. Acostumbrado a las conversaciones burguesas y casi frívolas de las mujeres a las que había dedicado sus atenciones, Einstein quedó fascinado por ésta. Y mientras Marie le escribía desde Olsberg Albert iba a conciertos con Mileva.

En 1900, el año del examen de licenciatura, la Sección VI A, de física y matemáticas, del Politécnico de Zurich tenía 5 alumnos: Marcel Grossmann, el vástago de una rica familia que estuvo a su lado en los tiempos de penuria y quien, a través de su padre, le consiguió el trabajo en la Oficina de Patentes; Jakob Ehrat, a menudo compañero de pupitre de Einstein y a cuya madre iba a visitar siempre que se sentía sólo; Louis Kollros, quien sacaría la mayor puntuación en el decisivo examen final; y la serbia de ojos oscuros y bonita voz Mileva, de 21 años.

Su relación fue creciendo lentamente durante los 4 años de estudios en el Politécnico. Einstein la veía como su camarada intelectual y para la fecha del examen la amistad se había convertido en romance. El ya ciudadano suizo quedó el cuarto (4,91 sobre 6) y Mileva no aprobó, algo que la deprimió profundamente. Pero el amor entre ellos iba a enfrentarse a un gran reto: la madre de Einstein. Cuando vio que su relación con Mileva era algo más que sus flirteos con otras mujeres, se enfadó muchísimo. Como buena alemana, Pauline creía que los serbios eran de una clase inferior. Y no sólo eso: «Ella es un libro, igual que tú [...] Pero tú deberías tener una mujer. Cuando tengas 30 años, ella será una vieja bruja».

En enero 1902 sucedió un “incidente” que iba a marcar profundamente su relación y del cual nada se supo hasta 1987: Mileva dio a luz a una hija, Lieserl. La actitud de Einstein, que se encontraba trabajando como profesor en Schaffhausen mientras que Mileva permanecía en Zurich, es llamativa. Durante el embarazo sus cartas revelan a un padre expectante y entusiasmado. Sin embargo, tras el nacimiento de Lieserl -en casa de sus padres en Novi Sad- adoptó una actitud distante y fría. No la volvió a mencionar en sus cartas y jamás fue a verla. Como si hubieran adoptado un pacto de silencio, ninguno de los dos volvió a mencionarla en sus cartas. La hija ilegítima de Einstein desaparece de la historia dos semanas después de su nacimiento y de ella jamás ha vuelto a saberse nada. Para muchos estudiosos, fue dada en adopción y nunca supo quién fue su padre.

La relación entre ambos se resintió y Mileva no volvió a ser la misma. A ello habría que añadir que por segunda vez suspendió el examen de licenciatura. A pesar de todo, se casaron el 6 de enero de 1903. Einstein, ya en la Oficina de Patentes, se volcó en su trabajo y la pericia científica de Mileva le convirtió en “su colega”. ¿Pudo esto, a la larga, afectar a su matrimonio? Años después confesaba: «Muy pocas mujeres son creativas. No enviaría a mi hija a estudiar física. Estoy contento de que mi [segunda] mujer no sepa nada de ciencia». Para Einstein, la ciencia hacía a las mujeres agrias. Quizá por ello dijera de Marie Curie «nunca ha escuchado cantar a los pájaros»; Einstein vio en la ceguera emocional de la francesa la suya propia, y no le gustó.

Con el paso de los años el matrimonio fue enrareciéndose. En mayo de 1912 la discordia ya era obvia. Para entonces Einstein había retomado su relación con su prima Elsa, la que sería su segunda mujer -el primer mensaje que Einstein le mandó el 30 de abril era una nerviosa declaración de amor-. Su papel en la desintegración del matrimonio no está claro debido al natural secretismo con que Einstein envolvió su vida. Lo cierto es que la evolución del matrimonio Einstein-Mileva desde ese año hasta su divorcio en 1919, justo el año en que el físico se convirtió en una figura reverenciada a nivel mundial, fue el clásico: distanciamiento, peleas, falta de relación… incluso llegó a más: hubo violencia doméstica.

Sus dos hijos, Hans Albert y Eduard, sufrieron la separación y fueron usados como arma arrojadiza. La relación que tuvo con ellos fue irregular: sí ejerció de padre, pero la ciencia, como en cualquier otra faceta de su vida, siempre estuvo por encima. Un momento crítico sucedió cuando Eduard sufrió un colapso mental. Mileva y Hans Albert le pidieron que volviera a Suiza donde vivían para ayudarle. Einstein les contestó que prefería quedarse en Berlín, donde en ese momento era profesor. Primero, porque creía que podía hacer un buen trabajo científico allí; segundo, porque estaba convencido de que Mileva había envenenado a sus hijos contra él. Eduard, esquizofrénico, terminó sus días en una institución mental de Suiza.

Einstein se divorciaba el 14 de febrero de 1919 y se casaba con Elsa el 2 de junio. Su segunda mujer fue la pareja que Einstein necesitaba: cuidaba de él tan amorosamente como podría hacerlo una madre. Einstein, convertido ya en una figura legendaria por los medios de comunicación, se dedicaba a su gran amor: la ciencia. Claro que no descuidó su relación con las mujeres. Muchos estudiosos piensan que fueron, casi sin excepción, unas relaciones puramente platónicas pero lo suficientemente intensas para que sus dos mujeres tuvieran celos. Hasta el punto de que Elsa, enfrentada al secreto a voces de la relación entre su marido y Margarete Lebach, una joven rubia austriaca, recibiera el consejo de sus hijas de separarse.

Poco a poco Einstein fue expresando cínicos comentarios acerca del matrimonio: tuvo que ser inventado por un cerdo sin imaginación, esclavitud en un envoltorio cultural… Algunos le han acusado de misoginia, pero su actitud hacia las mujeres fue la misma que hacia los hombres: a todos trató con distante cortesía y amabilidad. Einstein fue un hombre preocupado por la humanidad pero indiferente hacia los seres humanos concretos, a quienes valoraba únicamente por su capacidad intelectual -eso hizo que Elsa se sintiera siempre inferior-.

Desde que se convirtiera en leyenda, sobretodo cuando se trasladó al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, ese aspecto legendario nunca le abandonó. Ni siquiera ante sus colegas. El gran físico Wolfgang Pauli, un hombre que no se caracterizaba precisamente por ser respetuoso, trató a Einstein de manera diferente al resto. Einstein fue reverenciado como a un dios, aunque él mismo era la esencia de la modestia y la amabilidad. «Yo hablo de la misma manera con todo el mundo, ya sea basurero o rector de universidad». Claro que también tenía su ego. Una vez, Einstein envió un artículo a la revista Physical Review. El editor tuvo la osadía de hacer lo que siempre se hace en las publicaciones científicas: enviarlo a otros científicos para que lo revisaran y esperar su juicio sobre si era o no válida su publicación. Esto no le gustó nada: nunca más volvió a enviar sus trabajos a esa revista.

Einstein, el genio

«Lo esencial de un hombre como yo está precisamente en lo que piensa y en cómo piensa, no en lo que hace o padece». De este modo Einstein justificaba al lector de Notas autobiográficas ⎯de las que, con humor negro, decía que eran su nota necrológica⎯ que se enfrentaba a un libro poco biográfico y repleto de fórmulas matemáticas y complicados conceptos. Aquí, como en muchas otras cosas, Albert Einstein fue un hombre peculiar: «Pero yo soy así, y no puedo ser de otra manera». Quizá por ello en su autobiografía contó la fascinación que sintió el día en que su padre le enseñó una brújula, pero no dijo que se llamaba Hermann.

Una soleada mañana de viernes, el 14 de marzo de 1879, vio la luz un bebé de cabeza deforme y excesivamente gordo. Tanto que su abuela se lamentó: «¡Demasiado gordo!» Al día siguiente, su padre, un comerciante de colchones, acudía al registro. «Nº 224. Hoy, el comerciante Hermann Einstein, residente en Ulm, Bahnhoffstrasse (Calle de la Estación) B nº 135, de fe israelita, conocido personalmente, se presentó ante el funcionario del registro abajo firmante y declaró que de su esposa Pauline Einstein, nacida Koch, de fe israelita, nació [...] a las 11:30 de la mañana, un niño del sexo masculino que recibió el nombre de Albert».

Poco vivió Einstein en Ulm. Al año siguiente su padre, aconsejado por su hermano Jakob, decidió mudarse a Munich para emprender juntos un negocio de instalaciones de gas y agua. Pero ése no era el verdadero objetivo. Jakob, ingeniero de formación, quería formar parte del novedoso mundo de la electrotecnia (la primera calle iluminada con electricidad fue Main Street de la californiana Menlo Park en la nochevieja de 1879). Jakob había inventado una dinamo que quería comercializar. Einstein vivió parte de su niñez en una hermosa casa a las afueras de Munich, donde nacería su hermana Marie, o Maja ⎯como la llamaría Einstein toda su vida⎯, a la que siempre estuvo muy unido.

Aunque el mismo Einstein dijo que empezó a hablar tarde, cuando tenía más de tres años, esto no es del todo cierto; su abuela recuerda en una carta “sus divertidas ideas” cuando tenía dos años. Otro de los mitos más extendidos del niño Albert es que no se le dio bien el colegio. Todo lo contrario, fue un alumno aplicado: “sigue siendo el primero de su clase y las notas son excelentes”, escribió su madre. El ambiente familiar propició que el joven Albert se acercara a la ciencia y las matemáticas: su padre tenía un talento natural para las matemáticas que no pudo desarrollar pues su familia no pudo permitírselo, y su tío era una apasionado de la ciencia y la técnica; él le enseñó el teorema de Pitágoras.
Cuando tenía cinco años sus padres contrataron a una instructora para que adquiriera cierta educación formal, pero terminó bruscamente cuando Albert le arrojó una silla a la cabeza. Su madre Pauline, una mujer de fuerte carácter ⎯todo lo contrario que su marido, un hombre tranquilo y más bien pasivo⎯, era una pianista de talento y transmitió su pasión por la música a sus hijos: a Albert el violín y a Maja el piano.

El pequeño Albert tenía cierta inclinación a la soledad y le encantaban los juegos que exigían paciencia, como construir castillos de naipes de hasta 14 pisos. Resulta llamativo que ya de muy niño le horrorizaba lo militar hasta tal punto que tenía verdadero pavor a los desfiles. Esta aversión a la autoridad impuesta la padeció en el instituto, el Luitpold Gymnasium. Allí un profesor le dijo una vez que estaría mucho más contento de no tenerlo como alumno en su clase. «¡Pero si no he hecho nada malo!», contestó Einstein. «Sí, es verdad ⎯le replicó el profesor⎯. Pero te sientas en la última fila y sonríes, y eso viola el sentimiento de respeto que un maestro necesita en su clase». Ese muchacho que se sonreía en la escuela fue después el viejo que cuando le dijeron que el padre de la bomba atómica, Robert Oppenheimer, iba a ser acusado de espía soviético, se rió y dijo: «Lo que tiene que hacer es ir a Washington, decir a los funcionarios que están locos y volverse a casa».

Los negocios no marcharon bien y en 1894 la familia Einstein se hizo cargo de una fábrica en Pavía, cerca de Milán, dejando a Einstein interno en el instituto. Desesperadamente solo y odiando profundamente la mentalidad germánica del militar “paso de la oca”, se marchó a Italia sin acabar el curso y con la decidida intención de renunciar a su nacionalidad alemana. En Italia pasó los momentos más felices de su vida, viviendo a su aire, leyendo, viajando, leyendo, escuchando música, leyendo… Pero los negocios volvieron a marchar mal y su padre le incitó para asegurarse un porvenir. Einstein decidió prepararse por libre al examen de ingreso del Politécnico de Zurich. Suspendió. El director del Politécnico le instó que se preparara en la Escuela Cantonal de Aargau, en la ciudad de Aarau. Acostumbrado a la férrea disciplina germánica, el espíritu de libertad que allí se respiraba sorprendió a Einstein. Y fue en Aarau, con 16 años, donde se planteó una ‘insignificante’ pregunta que le obsesionó durante mucho tiempo: ¿Qué impresión produciría una onda luminosa a quien avanzara a su misma velocidad? Acababa de nacer la teoría especial de la relatividad.

Ya en el Politécnico conoció a quien sería su primera mujer, Mileva Maric, una serbia que arrastraba una cojera desde su infancia y cuatro años mayor que él. Su amor por ella le enfrentó con sus padres, especialmente con su controladora madre Pauline: «Echarás a perder tu futuro y cerrarás el camino a tu propia vida», le escribió. Después de una época de mera supervivencia, saltando de un trabajo temporal a otro ⎯cuando lo tenía⎯, con una familia empobrecida y un padre cada vez más enfermo, Einstein fue contratado en la Oficina de Patentes de Berna el 23 de junio de 1902. Cuatro meses más tarde moría su padre dando consentimiento a su boda con Mileva. Para Robert Schulmann, director del Einstein Papers Project, «fue un matrimonio envenenado desde el principio».

Y llegó el año milagroso de 1905. Einstein publicó en Anales de la Física cuatro artículos destinados a hacer historia. Su genio salió a la luz y le empezaron a ofrecer puestos académicos. Max Planck, el padre de la teoría cuántica, comparó a Einstein con Copérnico. Pero en 1919, al comprobarse su predicción de que la gravedad del sol curvaba la trayectoria de los rayos de luz, se le canonizó. Se dio su nombre a niños y a puros, y el London Palladium le pidió que se asomara a su escenario durante tres semanas, fijándose él mismo el sueldo. Los medios de comunicación tildaban sus teorías como los logros más importantes del pensamiento humano y sus ecuaciones aparecían en la primera página de los periódicos. Algo que ningún otro ha conseguido, ni siquiera el más grande científico de toda la historia, Isaac Newton.

A comienzos de los 1930 las universidades de Oxford, Jerusalén, París, Madrid y Leyden le ofrecían todo tipo de prebendas con tal de que fuera profesor suyo. Pero quien lo consiguió fue el recién creado Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. El 17 de octubre de 1933 Einstein, en compañía de su segunda mujer, Elsa, su secretaria Helen Dukas y su ayudante Walther Mayer, llegó a Nueva York. Como dijo el físico Paul Langevin, «es un acontecimiento tan importante como podría serlo la mudanza del Vaticano al Nuevo Mundo. El Papa de la física se ha mudado de casa y EE.UU. se ha convertido en el centro mundial de las ciencias naturales». Fue allí, entre los árboles que llevaban a su casa en la calle Mercer, donde se forjó la leyenda.
Pero Einstein no fue sólo un físico. También estuvo comprometido con la humanidad. Su pacifismo a ultranza ⎯a menudo prestaba su nombre a declaraciones por la paz⎯ se vio truncado al apoyar firmemente la construcción de la bomba atómica. Incluso copió de nuevo de su puño y letra el artículo original sobre la relatividad que publicó en 1905 para recaudar fondos para la guerra ⎯cuenta su secretaria que, mientras ésta le dictaba, en un determinado momento levantó la cabeza y exclamó: «¿He dicho yo eso? Podía haberlo hecho sin tantas complicaciones»⎯. La subasta del manuscrito alcanzó los 6 millones de dólares.

Einstein también fue un hombre comprometido políticamente. Es más, admiraba el coraje político de personas como Walter Rathenau, ministro de asuntos exteriores de la República de Weimar. Tras su asesinato escribió: «No es mérito ser un idealista cuando uno vive en babia; él fue idealista aun viviendo en la tierra y conociendo su hedor como casi nadie». Pero había algo que no lo convertía en buen político. Bertrand de Jouvenel decía que la principal característica de un problema político era que admite arreglo pero no solución. Algo inaceptable para el genial físico. Así, cuando en noviembre de 1952 murió el presidente de Israel Chaim Weizmann y el primer ministro David Ben-Guiron decidió ofrecerle la presidencia, éste preguntó a su secretario personal: «¿Y qué hacemos si acepta?» Por suerte para ellos, no lo hizo.

El 18 de abril de 1955, una hora después de la media noche, su corazón dejó de latir. Dos días antes había dicho a un amigo íntimo: «No estés tan triste. Todos tenemos que morir».

Romanticismo? ¡Venga ya!

Ha pasado San Valentín y en televisiones y emisoras de radio hemos podido oir hablar del flechazo y el enamoramiento. Es llamativa esa manía que tenemos los humanos de idealizar el amor. Negamos por sistema que somos primates y afirmamos con autosuficiencia: “No somos animales”. ¡Pero bueno! ¿Acaso pensamos que la ternura es propia de nuestra especie? ¿De dónde creemos que sale el instinto sexual –el cual, no lo olvidemos, es causa del amor-? ¿De los poemas de Neruda? Para distinguirnos de nuestro primo chimpancé convertimos en espiritual lo que es pura biología. ¿Cuántas veces hemos dicho que el aspecto físico no importa? Ya en el lejano 1966 se demostró que todo eso es palabrería. De hecho lo que sorprendió a los investigadores no fue que el físico importara, sino que importara TANTO. Ni inteligencia ni gaitas.

Tardamos entre 90 segundos y 4 minutos en encapricharnos de alguien. Y no nos ‘conquista’ su hablar melifluo y una labia prodigiosa. Las armas son: un 55% el lenguaje corporal, 38% el tono y velocidad de nuestra voz y sólo el 7% lo que decimos. Casanova tenía poco de galán consciente y más de chiripa innata.

Por eso no es extraño el resultado de un estudio aparecido en 2004 en el Journal of Social and Personal Relationships por Artemio Ramírez y Michael Sunnafrank: decidimos el tipo de relación que queremos tener con una persona a los pocos minutos de conocerla y tendemos a hacer cumplir nuestras expectativas. Aún hay más. Todo apunta a que estamos biológicamente programados para sentirnos apasionados entre 18 y 30 meses. Es el tiempo suficiente para que una pareja se conozca, copule y tenga descendencia, algo básico desde el punto de vista evolutivo.

Lo que sí hemos conseguido es enriquecer esta pulsión biológica con cartas, poemas, canciones, suspiros y corazones grabados en los árboles. No somos sólo primates, pero no neguemos que lo somos.