“La gran ironía de la vida es que no sales vivo de ella” escribía el maestro de la ciencia ficción Robert Heinlein en su novela Job, una comedia de justicia. Además de eso, el proceso de la muerte y descomposición es razón de supervivencia para otros seres que cuentan con nuestro desprecio ya en el nombre: carroñeros. Porque no hay cosa que nos desagrade más que la visión de un animal corrompiéndose, y ver que otros animales se alimentan de ello nos produce aversión. Aunque no deberíamos ser tan exquisitos: cuando nos comemos un rico solomillo estamos metiendo en nuestra boca carne en descomposición; la única manera de paladear esa sonrosada pieza de carne es si hemos esperado lo suficiente para que se pase el rigor mortis del animal. Curiosamente las plantas, que también sufren ese proceso, no nos dan tanto asco. Es más, mientras que tratamos de alejar lo más posible de nosotros la putrefacción animal, la vegetal algunos la tienen en el jardín de su casa en forma de caja de compostaje, creando abono.
Imagine que durante un paseo encuentra un gato que acaba de morir en una esquina. Aunque el cuerpo aparentemente parezca estar en buenas condiciones, la realidad es que dentro del él ya ha comenzado su desintegración: los millones de bacterias que antes de llegar la muerte se alimentaban con lo que pasaba por el intestino no mueren con su anfitrión y empiezan a devorarlo, haciendo bueno el conocido refrán de “cría cuervos…”. No contentas con ello, a medida que lo van digiriendo se abren paso hacia otros órganos; el festín está servido. Al proceso colaboran las propias enzimas digestivas del organismo, que al ser liberadas de su lugar natural se extienden por todo el cuerpo.
Pero todavía muchas células siguen vivas. Por ejemplo en el ser humano las células cerebrales mueren entre 3 y 7 minutos mientras que las de la piel pueden extraerse de un cuerpo muerto hace 24 horas y crecer como si nada en un cultivo de laboratorio. Esto no quiere decir que sea cierta la popular idea de que las uñas y pelo siguen creciendo después de morir: se trata de un efecto óptico debido a que la deshidratación que sucede tras la muerte hace que la piel se retraiga y aparezca parte del pelo y las uñas que antes estaban ocultos. A veces puede darse un anquilosamiento de los músculos y producirse los espasmos postmortem, que tanto asustan si suceden en humanos.
Al mismo tiempo que las bacterias roen al pobre minino se produce una autolisis masiva, las células se autodestruyen. Esto sucede porque el lisosoma, un orgánulo que contiene enzimas digestivas que sirven para eliminar otras células muertas o en labores de limpieza de restos en el interior de la propia célula, libera sus enzimas, que empiezan a digerir la propia célula: el gato se está -literalmente- comiendo por dentro. Mientras en el exterior las moscas y moscardones se han dado cuenta que el pobre diablo está muerto y empiezan a dejar sus huevos tanto alrededor de posibles heridas como en los orificios naturales del cuerpo: boca, nariz, ojos, ano y órganos genitales.
Pasados tres días, las bacterias han ido haciendo su trabajo obteniendo alimento, liberando distintos fluidos -recordemos ese agua sucia y mal oliente que a veces sale de una bolsa de basura que hemos olvidado bajar al volver de un viaje- y apestando el entorno cercano con moléculas como el metano, el sulfuro de hidrógeno (con su característico olor a huevos podridos) y otras de nombres tan llamativos e insinuantes como putrescina y cadaverina. Es obvio que los seres humanos jamás las usarían en sus perfumes, pero su aroma resulta irresistible para una gran variedad de insectos. El gas liberado por la descomposición interna tiene un efecto curioso: infla el cuerpo y obliga a que las células y vasos sanguíneos pierdan sus fuidos y se desparramen. Las larvas de mosca recién nacidas se van moviendo por el cuerpo dándose un festín y son acompañados por su cohorte bacteriana, para la que la materia viva en descomposición es el paraíso. El proceso se acelera, el olor a podrido se acentúa, y eso atrae a más insectos, como ácaros y escarabajos. Entre los nuevos llegados se encuentra la mosca de la carne, que al igual que los escarabajos son predadores que se alimentan tanto de la carne putrefacta como de las larvas. Por supuesto, aprovecha la coyuntura para dejar también sus propios huevos. Las larvas de algunas de ellas son parásitos internos de otros insectos.También aparecen avispas parasitoides, que insertan sus huevos en larvas de otras especies o bien paralizan al insecto adulto y se los inyecta dentro o, siendo más comedida, los deposita sobre él.
Pasadas dos semanas el cuerpo se desinfla y la carne adquiere una consistencia cremosa. El color negro es dominante, el olor se vuelve insoportable para el olfato humano, se forman charcos alrededor del cadáver y el número de insectos presentes en diferentes estados de desarrollo hace pensar que se celebra un megaguateque. Su actividad incrementa la temperatura de lo que queda del finado, lo que acelera su descomposición por la acción bacteriana. Aquellas larvas que ya están saciadas, oradan el suelo y pasan a convertirse en pupas. Esta situación atrae aún más a escarabajos pedradores y avispas, que ven en estas larvas maduras un fenomenal huésped para sus futuros retoños.
Un mes más tarde comienza lo que se llama la fermentación butírica, llamada así por el olor a queso que emana del cadáver y que atrae a otros tipos de insectos, como la mosca del queso, que empieza a dar cuenta de lo poco que han dejado quienes llegaron primero. Curiosamente, son las larvas de este insecto las que se introducen en el queso pecorino para obtener el casu marzu en Italia. Es, además, el insecto que con mayor frecuencia se encuentra en los intestinos humanos, pues los ácidos estomacales no lo destruyen, y producen una miasis entérica: vómitos, dolor de abdomen y diarrea sangrante son sus síntomas.
Las pocas larvas que quedan, y que hasta entonces se han dado un festín con la carne, empiezan a abandonar la fiesta pues solo quedan los ligamentos y la piel. Sin embargo, para las de escarabajo estas partes son las más suculentas, y son las que se encuentran en este momento de la descomposición. Por su parte, el moho sigue creciendo en la parte del cadáver en contacto con el suelo. El guateque llega a su fin.
El cadáver, completamente deshidratado, se descompone lentamente y solo quedan los huesos. Si el pobre tenía pelo, las polillas estarán dando cuenta de él y lo ácaros seguirán comiendo los microorganismos que aún pululen por el lugar.
En el caso de que el muerto sea un árbol, la fiesta tiene unos invitados diferentes. Nematodos, hongos, hormigas y otros que tienen en la celulosa su principal fuente de alimento son quienes colaboran en el proceso de descomposición, cuyo ritmo dependerá tanto del tamaño como de la especie y el clima en el que sucede. Las ramas y la corteza se van perdiendo lentamente e invertebrados y hongos comienzan su festín: escarabajos, termitas y hormigas carpinteras infestan la madera. Después llega la segunda oleada de insectos con lo que empieza la fiesta vegetariana de lombrices de tierra, hormigas, caracoles, babosas, milpiés, cochinillas… y de los depredadores que se alimentan de estos insectos, como el pájaro carpintero o el trepatroncos, que se dedican a escarbar en su busca. Es esta labor de hurgado la que permite a los insectos y otros microorganismos alcanzar tanto la savia como el corazón del árbol. Por supuesto que los insectos también hacen sus necesidades, que dejan a lo largo de las galerías, lo que permite crecer una flora microbiana que acabará por contribuir en la descomposición.
El siguiente paso, conocido como maceración, está dominado por los hongos: los tunelillos está taponados con excrementos y tierra y los hongos rizomorfos que se extienden por todo el material que culmina con la incorporación del material al humus del suelo. Así la muerte de un árbol significa la vida para otros muchos.
Imagine que durante un paseo encuentra un gato que acaba de morir en una esquina. Aunque el cuerpo aparentemente parezca estar en buenas condiciones, la realidad es que dentro del él ya ha comenzado su desintegración: los millones de bacterias que antes de llegar la muerte se alimentaban con lo que pasaba por el intestino no mueren con su anfitrión y empiezan a devorarlo, haciendo bueno el conocido refrán de “cría cuervos…”. No contentas con ello, a medida que lo van digiriendo se abren paso hacia otros órganos; el festín está servido. Al proceso colaboran las propias enzimas digestivas del organismo, que al ser liberadas de su lugar natural se extienden por todo el cuerpo.
Pero todavía muchas células siguen vivas. Por ejemplo en el ser humano las células cerebrales mueren entre 3 y 7 minutos mientras que las de la piel pueden extraerse de un cuerpo muerto hace 24 horas y crecer como si nada en un cultivo de laboratorio. Esto no quiere decir que sea cierta la popular idea de que las uñas y pelo siguen creciendo después de morir: se trata de un efecto óptico debido a que la deshidratación que sucede tras la muerte hace que la piel se retraiga y aparezca parte del pelo y las uñas que antes estaban ocultos. A veces puede darse un anquilosamiento de los músculos y producirse los espasmos postmortem, que tanto asustan si suceden en humanos.
Al mismo tiempo que las bacterias roen al pobre minino se produce una autolisis masiva, las células se autodestruyen. Esto sucede porque el lisosoma, un orgánulo que contiene enzimas digestivas que sirven para eliminar otras células muertas o en labores de limpieza de restos en el interior de la propia célula, libera sus enzimas, que empiezan a digerir la propia célula: el gato se está -literalmente- comiendo por dentro. Mientras en el exterior las moscas y moscardones se han dado cuenta que el pobre diablo está muerto y empiezan a dejar sus huevos tanto alrededor de posibles heridas como en los orificios naturales del cuerpo: boca, nariz, ojos, ano y órganos genitales.
Pasados tres días, las bacterias han ido haciendo su trabajo obteniendo alimento, liberando distintos fluidos -recordemos ese agua sucia y mal oliente que a veces sale de una bolsa de basura que hemos olvidado bajar al volver de un viaje- y apestando el entorno cercano con moléculas como el metano, el sulfuro de hidrógeno (con su característico olor a huevos podridos) y otras de nombres tan llamativos e insinuantes como putrescina y cadaverina. Es obvio que los seres humanos jamás las usarían en sus perfumes, pero su aroma resulta irresistible para una gran variedad de insectos. El gas liberado por la descomposición interna tiene un efecto curioso: infla el cuerpo y obliga a que las células y vasos sanguíneos pierdan sus fuidos y se desparramen. Las larvas de mosca recién nacidas se van moviendo por el cuerpo dándose un festín y son acompañados por su cohorte bacteriana, para la que la materia viva en descomposición es el paraíso. El proceso se acelera, el olor a podrido se acentúa, y eso atrae a más insectos, como ácaros y escarabajos. Entre los nuevos llegados se encuentra la mosca de la carne, que al igual que los escarabajos son predadores que se alimentan tanto de la carne putrefacta como de las larvas. Por supuesto, aprovecha la coyuntura para dejar también sus propios huevos. Las larvas de algunas de ellas son parásitos internos de otros insectos.También aparecen avispas parasitoides, que insertan sus huevos en larvas de otras especies o bien paralizan al insecto adulto y se los inyecta dentro o, siendo más comedida, los deposita sobre él.
Pasadas dos semanas el cuerpo se desinfla y la carne adquiere una consistencia cremosa. El color negro es dominante, el olor se vuelve insoportable para el olfato humano, se forman charcos alrededor del cadáver y el número de insectos presentes en diferentes estados de desarrollo hace pensar que se celebra un megaguateque. Su actividad incrementa la temperatura de lo que queda del finado, lo que acelera su descomposición por la acción bacteriana. Aquellas larvas que ya están saciadas, oradan el suelo y pasan a convertirse en pupas. Esta situación atrae aún más a escarabajos pedradores y avispas, que ven en estas larvas maduras un fenomenal huésped para sus futuros retoños.
Un mes más tarde comienza lo que se llama la fermentación butírica, llamada así por el olor a queso que emana del cadáver y que atrae a otros tipos de insectos, como la mosca del queso, que empieza a dar cuenta de lo poco que han dejado quienes llegaron primero. Curiosamente, son las larvas de este insecto las que se introducen en el queso pecorino para obtener el casu marzu en Italia. Es, además, el insecto que con mayor frecuencia se encuentra en los intestinos humanos, pues los ácidos estomacales no lo destruyen, y producen una miasis entérica: vómitos, dolor de abdomen y diarrea sangrante son sus síntomas.
Las pocas larvas que quedan, y que hasta entonces se han dado un festín con la carne, empiezan a abandonar la fiesta pues solo quedan los ligamentos y la piel. Sin embargo, para las de escarabajo estas partes son las más suculentas, y son las que se encuentran en este momento de la descomposición. Por su parte, el moho sigue creciendo en la parte del cadáver en contacto con el suelo. El guateque llega a su fin.
El cadáver, completamente deshidratado, se descompone lentamente y solo quedan los huesos. Si el pobre tenía pelo, las polillas estarán dando cuenta de él y lo ácaros seguirán comiendo los microorganismos que aún pululen por el lugar.
En el caso de que el muerto sea un árbol, la fiesta tiene unos invitados diferentes. Nematodos, hongos, hormigas y otros que tienen en la celulosa su principal fuente de alimento son quienes colaboran en el proceso de descomposición, cuyo ritmo dependerá tanto del tamaño como de la especie y el clima en el que sucede. Las ramas y la corteza se van perdiendo lentamente e invertebrados y hongos comienzan su festín: escarabajos, termitas y hormigas carpinteras infestan la madera. Después llega la segunda oleada de insectos con lo que empieza la fiesta vegetariana de lombrices de tierra, hormigas, caracoles, babosas, milpiés, cochinillas… y de los depredadores que se alimentan de estos insectos, como el pájaro carpintero o el trepatroncos, que se dedican a escarbar en su busca. Es esta labor de hurgado la que permite a los insectos y otros microorganismos alcanzar tanto la savia como el corazón del árbol. Por supuesto que los insectos también hacen sus necesidades, que dejan a lo largo de las galerías, lo que permite crecer una flora microbiana que acabará por contribuir en la descomposición.
El siguiente paso, conocido como maceración, está dominado por los hongos: los tunelillos está taponados con excrementos y tierra y los hongos rizomorfos que se extienden por todo el material que culmina con la incorporación del material al humus del suelo. Así la muerte de un árbol significa la vida para otros muchos.
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