Un grupo de chavales inmigrantes se ponen en pie de guerra en un centro de acogida del País Vasco: quieren que las hamburguesas sean sólo de MacDonalds; el director del centro afirma que si hay dinero accederá. Por otro lado, Zara pide perdón públicamente porque ha vendido por error unas prendas mezcla de lino y algodón a un grupo naturista que defiende la pureza de la ropa, por lo que no visten mezclas de materiales.
¿Se imaginan que sucediera algo así?
Pues pasa. Sólo tienen que sustituir MacDonalds por carne halal musulmana y grupo naturista por judíos ortodoxos. En EE UU se permite el uso de alucinógenos si forman parte de un ritual religioso: fumarse un peta en la calle es dañino, pero en una iglesia no.
Si un niño va a clase vestido de forma poco “ortodoxa” lo mandarán derechito a su casa a cambiarse, pero si la niña lleva un hiyab empezarán a aparecer las palabras respeto y tolerancia. Algo llamativo, pues las religiones se han caracterizado siempre por ser intransigentes. Solo son tolerantes cuando no pueden ser intolerantes.
Fe y ciencia son contrapuestas: San Agustín alertaba a los buenos cristianos de las artes demoníacas de los matemáticos y Martín Lutero escribía que “la fe debe sofocar toda razón, sentido común y entendimiento”. La religión no se cuestiona sus fundamentos, no investiga, no duda, se cree en posesión de la verdad, es dogmática y, en demasiadas ocasiones, prepotente. Sólo así se entiende la oposición de la Iglesia al uso del preservativo en el tercer mundo o que la Madre Teresa dijera que el sida era un “justo castigo para una conducta sexual incorrecta”.
¿Por qué la religión debe recibir garantía de inmunidad? ¿Por qué no puede estar sujeta a la crítica, al análisis e incluso a la chanza, como cualquier otra idea? Como dijo el sarcástico periodista H. L. Menken a principios del siglo pasado, “debemos respetar la religión del otro pero sólo en el sentido y hasta el punto que respetamos su idea de que su mujer es guapa y sus hijos listos”.
¿Se imaginan que sucediera algo así?
Pues pasa. Sólo tienen que sustituir MacDonalds por carne halal musulmana y grupo naturista por judíos ortodoxos. En EE UU se permite el uso de alucinógenos si forman parte de un ritual religioso: fumarse un peta en la calle es dañino, pero en una iglesia no.
Si un niño va a clase vestido de forma poco “ortodoxa” lo mandarán derechito a su casa a cambiarse, pero si la niña lleva un hiyab empezarán a aparecer las palabras respeto y tolerancia. Algo llamativo, pues las religiones se han caracterizado siempre por ser intransigentes. Solo son tolerantes cuando no pueden ser intolerantes.
Fe y ciencia son contrapuestas: San Agustín alertaba a los buenos cristianos de las artes demoníacas de los matemáticos y Martín Lutero escribía que “la fe debe sofocar toda razón, sentido común y entendimiento”. La religión no se cuestiona sus fundamentos, no investiga, no duda, se cree en posesión de la verdad, es dogmática y, en demasiadas ocasiones, prepotente. Sólo así se entiende la oposición de la Iglesia al uso del preservativo en el tercer mundo o que la Madre Teresa dijera que el sida era un “justo castigo para una conducta sexual incorrecta”.
¿Por qué la religión debe recibir garantía de inmunidad? ¿Por qué no puede estar sujeta a la crítica, al análisis e incluso a la chanza, como cualquier otra idea? Como dijo el sarcástico periodista H. L. Menken a principios del siglo pasado, “debemos respetar la religión del otro pero sólo en el sentido y hasta el punto que respetamos su idea de que su mujer es guapa y sus hijos listos”.
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