miércoles, 18 de febrero de 2009

Einstein, el genio

«Lo esencial de un hombre como yo está precisamente en lo que piensa y en cómo piensa, no en lo que hace o padece». De este modo Einstein justificaba al lector de Notas autobiográficas ⎯de las que, con humor negro, decía que eran su nota necrológica⎯ que se enfrentaba a un libro poco biográfico y repleto de fórmulas matemáticas y complicados conceptos. Aquí, como en muchas otras cosas, Albert Einstein fue un hombre peculiar: «Pero yo soy así, y no puedo ser de otra manera». Quizá por ello en su autobiografía contó la fascinación que sintió el día en que su padre le enseñó una brújula, pero no dijo que se llamaba Hermann.

Una soleada mañana de viernes, el 14 de marzo de 1879, vio la luz un bebé de cabeza deforme y excesivamente gordo. Tanto que su abuela se lamentó: «¡Demasiado gordo!» Al día siguiente, su padre, un comerciante de colchones, acudía al registro. «Nº 224. Hoy, el comerciante Hermann Einstein, residente en Ulm, Bahnhoffstrasse (Calle de la Estación) B nº 135, de fe israelita, conocido personalmente, se presentó ante el funcionario del registro abajo firmante y declaró que de su esposa Pauline Einstein, nacida Koch, de fe israelita, nació [...] a las 11:30 de la mañana, un niño del sexo masculino que recibió el nombre de Albert».

Poco vivió Einstein en Ulm. Al año siguiente su padre, aconsejado por su hermano Jakob, decidió mudarse a Munich para emprender juntos un negocio de instalaciones de gas y agua. Pero ése no era el verdadero objetivo. Jakob, ingeniero de formación, quería formar parte del novedoso mundo de la electrotecnia (la primera calle iluminada con electricidad fue Main Street de la californiana Menlo Park en la nochevieja de 1879). Jakob había inventado una dinamo que quería comercializar. Einstein vivió parte de su niñez en una hermosa casa a las afueras de Munich, donde nacería su hermana Marie, o Maja ⎯como la llamaría Einstein toda su vida⎯, a la que siempre estuvo muy unido.

Aunque el mismo Einstein dijo que empezó a hablar tarde, cuando tenía más de tres años, esto no es del todo cierto; su abuela recuerda en una carta “sus divertidas ideas” cuando tenía dos años. Otro de los mitos más extendidos del niño Albert es que no se le dio bien el colegio. Todo lo contrario, fue un alumno aplicado: “sigue siendo el primero de su clase y las notas son excelentes”, escribió su madre. El ambiente familiar propició que el joven Albert se acercara a la ciencia y las matemáticas: su padre tenía un talento natural para las matemáticas que no pudo desarrollar pues su familia no pudo permitírselo, y su tío era una apasionado de la ciencia y la técnica; él le enseñó el teorema de Pitágoras.
Cuando tenía cinco años sus padres contrataron a una instructora para que adquiriera cierta educación formal, pero terminó bruscamente cuando Albert le arrojó una silla a la cabeza. Su madre Pauline, una mujer de fuerte carácter ⎯todo lo contrario que su marido, un hombre tranquilo y más bien pasivo⎯, era una pianista de talento y transmitió su pasión por la música a sus hijos: a Albert el violín y a Maja el piano.

El pequeño Albert tenía cierta inclinación a la soledad y le encantaban los juegos que exigían paciencia, como construir castillos de naipes de hasta 14 pisos. Resulta llamativo que ya de muy niño le horrorizaba lo militar hasta tal punto que tenía verdadero pavor a los desfiles. Esta aversión a la autoridad impuesta la padeció en el instituto, el Luitpold Gymnasium. Allí un profesor le dijo una vez que estaría mucho más contento de no tenerlo como alumno en su clase. «¡Pero si no he hecho nada malo!», contestó Einstein. «Sí, es verdad ⎯le replicó el profesor⎯. Pero te sientas en la última fila y sonríes, y eso viola el sentimiento de respeto que un maestro necesita en su clase». Ese muchacho que se sonreía en la escuela fue después el viejo que cuando le dijeron que el padre de la bomba atómica, Robert Oppenheimer, iba a ser acusado de espía soviético, se rió y dijo: «Lo que tiene que hacer es ir a Washington, decir a los funcionarios que están locos y volverse a casa».

Los negocios no marcharon bien y en 1894 la familia Einstein se hizo cargo de una fábrica en Pavía, cerca de Milán, dejando a Einstein interno en el instituto. Desesperadamente solo y odiando profundamente la mentalidad germánica del militar “paso de la oca”, se marchó a Italia sin acabar el curso y con la decidida intención de renunciar a su nacionalidad alemana. En Italia pasó los momentos más felices de su vida, viviendo a su aire, leyendo, viajando, leyendo, escuchando música, leyendo… Pero los negocios volvieron a marchar mal y su padre le incitó para asegurarse un porvenir. Einstein decidió prepararse por libre al examen de ingreso del Politécnico de Zurich. Suspendió. El director del Politécnico le instó que se preparara en la Escuela Cantonal de Aargau, en la ciudad de Aarau. Acostumbrado a la férrea disciplina germánica, el espíritu de libertad que allí se respiraba sorprendió a Einstein. Y fue en Aarau, con 16 años, donde se planteó una ‘insignificante’ pregunta que le obsesionó durante mucho tiempo: ¿Qué impresión produciría una onda luminosa a quien avanzara a su misma velocidad? Acababa de nacer la teoría especial de la relatividad.

Ya en el Politécnico conoció a quien sería su primera mujer, Mileva Maric, una serbia que arrastraba una cojera desde su infancia y cuatro años mayor que él. Su amor por ella le enfrentó con sus padres, especialmente con su controladora madre Pauline: «Echarás a perder tu futuro y cerrarás el camino a tu propia vida», le escribió. Después de una época de mera supervivencia, saltando de un trabajo temporal a otro ⎯cuando lo tenía⎯, con una familia empobrecida y un padre cada vez más enfermo, Einstein fue contratado en la Oficina de Patentes de Berna el 23 de junio de 1902. Cuatro meses más tarde moría su padre dando consentimiento a su boda con Mileva. Para Robert Schulmann, director del Einstein Papers Project, «fue un matrimonio envenenado desde el principio».

Y llegó el año milagroso de 1905. Einstein publicó en Anales de la Física cuatro artículos destinados a hacer historia. Su genio salió a la luz y le empezaron a ofrecer puestos académicos. Max Planck, el padre de la teoría cuántica, comparó a Einstein con Copérnico. Pero en 1919, al comprobarse su predicción de que la gravedad del sol curvaba la trayectoria de los rayos de luz, se le canonizó. Se dio su nombre a niños y a puros, y el London Palladium le pidió que se asomara a su escenario durante tres semanas, fijándose él mismo el sueldo. Los medios de comunicación tildaban sus teorías como los logros más importantes del pensamiento humano y sus ecuaciones aparecían en la primera página de los periódicos. Algo que ningún otro ha conseguido, ni siquiera el más grande científico de toda la historia, Isaac Newton.

A comienzos de los 1930 las universidades de Oxford, Jerusalén, París, Madrid y Leyden le ofrecían todo tipo de prebendas con tal de que fuera profesor suyo. Pero quien lo consiguió fue el recién creado Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. El 17 de octubre de 1933 Einstein, en compañía de su segunda mujer, Elsa, su secretaria Helen Dukas y su ayudante Walther Mayer, llegó a Nueva York. Como dijo el físico Paul Langevin, «es un acontecimiento tan importante como podría serlo la mudanza del Vaticano al Nuevo Mundo. El Papa de la física se ha mudado de casa y EE.UU. se ha convertido en el centro mundial de las ciencias naturales». Fue allí, entre los árboles que llevaban a su casa en la calle Mercer, donde se forjó la leyenda.
Pero Einstein no fue sólo un físico. También estuvo comprometido con la humanidad. Su pacifismo a ultranza ⎯a menudo prestaba su nombre a declaraciones por la paz⎯ se vio truncado al apoyar firmemente la construcción de la bomba atómica. Incluso copió de nuevo de su puño y letra el artículo original sobre la relatividad que publicó en 1905 para recaudar fondos para la guerra ⎯cuenta su secretaria que, mientras ésta le dictaba, en un determinado momento levantó la cabeza y exclamó: «¿He dicho yo eso? Podía haberlo hecho sin tantas complicaciones»⎯. La subasta del manuscrito alcanzó los 6 millones de dólares.

Einstein también fue un hombre comprometido políticamente. Es más, admiraba el coraje político de personas como Walter Rathenau, ministro de asuntos exteriores de la República de Weimar. Tras su asesinato escribió: «No es mérito ser un idealista cuando uno vive en babia; él fue idealista aun viviendo en la tierra y conociendo su hedor como casi nadie». Pero había algo que no lo convertía en buen político. Bertrand de Jouvenel decía que la principal característica de un problema político era que admite arreglo pero no solución. Algo inaceptable para el genial físico. Así, cuando en noviembre de 1952 murió el presidente de Israel Chaim Weizmann y el primer ministro David Ben-Guiron decidió ofrecerle la presidencia, éste preguntó a su secretario personal: «¿Y qué hacemos si acepta?» Por suerte para ellos, no lo hizo.

El 18 de abril de 1955, una hora después de la media noche, su corazón dejó de latir. Dos días antes había dicho a un amigo íntimo: «No estés tan triste. Todos tenemos que morir».

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