Una de las leyes más importantes de la ciencia es la Segunda Ley de la Termodinámica. Su importancia para la comprensión del universo es tal que el escritor Charles Percy Snow dijo que aquellos que no la conocieran eran tan incultos como quienes no hubiesen leído en su vida ninguna obra de Shakespeare.
La Segunda Ley no es más que una observación cotidiana elevada al rango de ley fundamental: el calor pasa de los cuerpos calientes a los fríos. Esta, en apariencia, inofensiva ley tiene como consecuencia la llamada muerte térmica, un estado final del universo predicho por primera vez por el alemán Hermann von Helmholtz en 1854 y avanzado por William Thomson dos años antes.
Dicho de manera sencilla: el destino final del universo es una situación donde la temperatura será la misma en todos los lugares. En estas condiciones toda la energía del universo estará en forma degradada, inútil, y el destino de toda forma de vida es la muerte sin posibilidad alguna de redención.
La idea de la muerte térmica, un final nada atractivo para toda existencia, tuvo una repercusión tremenda sobre la filosofía de finales del siglo XIX y principios del XX y sumió en el pesimismo a muchas grandes mentes. El filósofo Bertrand Russell expresó con elocuencia su punto de vista en un párrafo destinado a ser famoso:
…pero carece aún más de sentido y está todavía más desprovisto de finalidad el mundo que nos presenta la ciencia. Que el hombre es producto de causas que no previeron la finalidad que perseguían; que sus orígenes, su desarrollo, sus esperanzas y sus miedos, sus afectos y sus creencias, no son más que el resultado de la ordenación accidental de los átomos; que no habrá ninguna pasión, ningún heroísmo, ningún pensamiento brillante ni emoción intensa que logre que la vida individual perviva más allá de la tumba; que todas las tareas de todas las épocas, toda devoción, toda inspiración, todo el resplandor de la plena madurez del genio humano están condenados a la aniquilación al acontecer la enorme muerte del Sistema Solar; y que todo el edificio erigido por los logros del hombre deberá inevitablemente terminar enterrado bajo los restos de un universo en ruinas.
Sólo si no maquillamos estas verdades, sólo si poseemos la firme convicción de la desesperanza sin tregua, podrá construirse entonces con seguridad un lugar donde se asiente el alma. Dicen que es deprimente, y a veces la gente me comenta que si creyeran en ello, no serían capaces de seguir viviendo. No lo crean; es pura tontería. Nadie se preocupa realmente por lo que sucederá dentro de millones de años. Simplemente hace que uno transfiera su atención hacia otros asuntos.
Sinceramente, no podemos negar que Bertrand Russell tiene razón. ¿Quién se preocupa por del destino del universo si no tiene qué comer mañana?
La Segunda Ley no es más que una observación cotidiana elevada al rango de ley fundamental: el calor pasa de los cuerpos calientes a los fríos. Esta, en apariencia, inofensiva ley tiene como consecuencia la llamada muerte térmica, un estado final del universo predicho por primera vez por el alemán Hermann von Helmholtz en 1854 y avanzado por William Thomson dos años antes.
Dicho de manera sencilla: el destino final del universo es una situación donde la temperatura será la misma en todos los lugares. En estas condiciones toda la energía del universo estará en forma degradada, inútil, y el destino de toda forma de vida es la muerte sin posibilidad alguna de redención.
La idea de la muerte térmica, un final nada atractivo para toda existencia, tuvo una repercusión tremenda sobre la filosofía de finales del siglo XIX y principios del XX y sumió en el pesimismo a muchas grandes mentes. El filósofo Bertrand Russell expresó con elocuencia su punto de vista en un párrafo destinado a ser famoso:
…pero carece aún más de sentido y está todavía más desprovisto de finalidad el mundo que nos presenta la ciencia. Que el hombre es producto de causas que no previeron la finalidad que perseguían; que sus orígenes, su desarrollo, sus esperanzas y sus miedos, sus afectos y sus creencias, no son más que el resultado de la ordenación accidental de los átomos; que no habrá ninguna pasión, ningún heroísmo, ningún pensamiento brillante ni emoción intensa que logre que la vida individual perviva más allá de la tumba; que todas las tareas de todas las épocas, toda devoción, toda inspiración, todo el resplandor de la plena madurez del genio humano están condenados a la aniquilación al acontecer la enorme muerte del Sistema Solar; y que todo el edificio erigido por los logros del hombre deberá inevitablemente terminar enterrado bajo los restos de un universo en ruinas.
Sólo si no maquillamos estas verdades, sólo si poseemos la firme convicción de la desesperanza sin tregua, podrá construirse entonces con seguridad un lugar donde se asiente el alma. Dicen que es deprimente, y a veces la gente me comenta que si creyeran en ello, no serían capaces de seguir viviendo. No lo crean; es pura tontería. Nadie se preocupa realmente por lo que sucederá dentro de millones de años. Simplemente hace que uno transfiera su atención hacia otros asuntos.
Sinceramente, no podemos negar que Bertrand Russell tiene razón. ¿Quién se preocupa por del destino del universo si no tiene qué comer mañana?
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